Cuando terminé la carrera emprendí unos estudios de doctorado en los que pensaba abordar, bajo la dirección del profesor Javier Martínez de Aguirre Aldaz, el tema de los espacios funerarios de la arquitectura medieval hispalense. Presenté así un trabajo de investigación (“tesina”) sobre la iglesia del Convento de Santiago de la Espada de Sevilla, edificio que presentaba no pocos puntos en común con las iglesias de Jerez que yo por entonces empezaba a conocer un poco más a fondo. De ahí a cambiar la orientación de la tesis doctoral –que nunca he llegado a terminar– para que esta se adentrase en el terreno del gótico-mudéjar de mi ciudad, solo había un paso que me apresuré a dar.
Cuando me puse a recopilar la bibliografía disponible descubrí que ésta era muy escasa en cantidad. Dejando a un lado los libros del pasado, en el siglo XX las aportaciones sobre el gótico–mudéjar se reducían a unos cuantos nombres. El primero en el tiempo fue el de Diego Angulo, quien en su Arquitectura mudéjar sevillana de los siglos XIII, XIV y XV dedicaba atención a algunos edificios jerezanos; sin mucha fortuna, todo hay que decirlo, porque la visita que el grandísimo historiador realizó a esta ciudad fue muy incompleta y superficial, hasta el punto de que cometió algún error de bulto impropio de un libro que rebosa acertadísimas consideraciones y sigue siendo a día de hoy un referente ineludible.
Un año más tarde salía a la venta la Guía Oficial de Arte de Manuel Esteve, trabajo meritorio para 1933 que recogía la historiografía local, las reflexiones de Angulo y algunas consideraciones de cosecha propia en torno a este singular conjunto de edificios. Pero sin duda quien más aportaciones realizó sobre este tema –y muchos otros– fue Hipólito Sancho de Sopranis, a lo largo de multitud de artículos escritos en diferentes revistas, a veces bajo pseudónimo, durante los años treinta, cuarenta y cincuenta; dispersos y a veces de difícil localización, redactados sin mucha destreza y con frecuencia llenos de inexactitudes no siempre involuntarias, de afirmaciones gratuitas e incluso de esas manipulaciones que a veces salpicaban la labor del historiador portuense, pero riquísimas en información proveniente tanto de su infatigable –con frecuencia tramposa– labor de archivo como de sus agudas observaciones a pie de fábrica.
La gran mayoría de estas aportaciones fueron ignoradas por Manuel Esteve en la segunda edición de su Guía, la muy exitosa de 1952 que desde su aparición se convirtiera en principal referencia de muchos investigadores que vendrían detrás de él. Desde entonces, solo tres personas realizan aportaciones relevantes sobre el gótico-mudéjar de Jerez: Rafael Cómez Ramos en Las empresas artísticas de Alfonso X el Sabio (1979), Basilio Pavón en su estudio sobre el arte islámico y mudéjar de Jerez (1981) y muy de pasada, pero con enorme acierto, Alfonso Jiménez Martín en su artículo “Arquitectura gaditana de época alfonsí” (1983). Los textos de Lorenzo Alonso de la Sierra (1984), Enrique Pareja López (1990) y José Fernández López (1992) no son en gran medida sino síntesis de los trabajos de Angulo y Esteve, sin apenas referencia a Hipólito Sancho. Lo mismo puede decirse de la tesis doctoral realizada a finales de los ochenta por Carlos García Peña, cuyas investigaciones en el Archivo Histórico Nacional apenas renovaron el estudio de estos edificios.
Parecía que con esa tesis doctoral estaba todo dicho. Que ya no podía avanzarse más. Cuál sería mi sorpresa cuando consulto en la Biblioteca Municipal de Jerez un trabajo que, por su título, no parecía sino una simple síntesis: la Introducción al estudio de la arquitectura en Xerez de Don Hipólito, publicada en 1934 a lo largo de varios números de la revista Guión, supongo que como coleccionable. Aquello no era un artículo, aunque la referencia bibliográfica tenga que realizarse como tal. Tampoco era la mera introducción que prometía su título. Era un libro de setenta y siete muy nutridas páginas –letra de cuerpo reducido, escaso espacio para imágenes– en las que no solo se exponía el devenir histórico de la arquitectura jerezana desde el presunto románico –hoy día esta etiqueta resulta inaceptable, claro– hasta el barroco, con capítulos monográficos sobre La Cartuja, Santo Domingo y San Miguel, sino que además incluían muchas novedades buena parte de las cuales no se encuentran en otros lugares de la bibliografía del investigador portuense.
Pues bien, ni una de esas aportaciones sobre el tema que a mí me interesaba, el gótico-mudéjar, había sido utilizada por los historiadores que vinieron después, incluida la tesis doctoral de García Peña. Ni una sola. Aquella publicación era un riquísimo filón que llevaba sesenta y dos años sin explotar. Y yo tenía la oportunidad de retomar la investigación en el sitio en el que Sancho la había dejado, que era en un lugar sin duda más avanzado que el que estaban difundiendo los últimos estados de la cuestión.
¿Cómo podía ser eso posible? En parte la culpa era de Esteve: desde el momento en el que éste incluyó en la bibliografía de la segunda edición de su Guía Oficial de Arte la Introducción al estudio de la arquitectura en Xerez de su colega, se daba por sentado que las aportaciones de Hipólito estaban allí recogidas, cuando en realidad nuestro erudito local, que tantas cosas positivas hizo por la Biblioteca Municipal o por los estudios de arqueología en la zona, o no se la había leído más que muy superficialmente, o había decido no incluir ninguno de sus hallazgos para que de esta manera los mismos se perdieran en el túnel de los tiempos. Fuera pasividad o mala fe, su actitud resultó muy escasa en profesionalidad. El prestigio local de Esteve y la escasa iniciativa de los historiadores venideros hizo el resto: al menos en lo que al gótico-mudéjar se refiere, nadie se había molestado en comprobar si en la Introducción había algo que aprovechar. Se suponía, ay, que Esteve ya lo había asimilado todo en su trabajo.
En aquel verano de 1996 se buscaba dinero para restaurar San Mateo. Al hilo de semejante circunstancia, el domingo 14 de julio Pedro Ingelmo publicaba en Diario de Jerez un artículo llamado “los secretos de San Mateo” en el que se incurría en algunas inexactitudes históricas sobre el edificio que no me sorprendían en absoluto, dadas las circunstancias historiográficas arriba referidas. Daba la casualidad de que por entonces yo acostumbraba a charlar con el citado periodista en la Alameda del Banco los sábados al mediodía, porque allí se congregaba una serie de amigos comunes. Refresco en la mano, le comenté en plan informal todo que les he expuesto a ustedes aquí arriba, centrándome sobre todo en cómo ya en 1934 Hipólito Sancho había señalado que las bóvedas “de arpón” de la mitad occidental de San Mateo eran muy tardías, pero todavía se estaba repitiendo que tenían pertenecían a un gótico jerezano más o menos arcaico por aquello de darle la mayor antigüedad posible al edificio. A Pedro el asunto le despertó la curiosidad y me pidió permiso para escribir sobre ello en el periódico. Obviamente se lo concedí, ilusionado por su manifiesto interés, e imaginando que se iba a limitar a una alguna nota corrigiendo los errores o, como mucho, a una columna de opinión sobre la manera en la que se pueden ir acumulando errores historiográficos.
No sabía lo que se me venía encima. Al día siguiente, domingo 25 de agosto, aparece como noticia en la primera página: “Un documento revela que la historia de Jerez está llena de errores”.
La recuperación de un documento conocido pero arrinconado del historiador portuense Hipólito Sancho de Sopranis ha dinamitado gran parte de la historia de monumentos de Jerez, que seguían teorías de otro historiador, éste jerezano, Manuel Esteve. San Mateo ha sido el hilo de donde tirar para poder afirmar que gran parte de verdades consideradas como inamovibles sobre este templo son absolutamente erróneas. El documento, datado en el año 1934, desbarata cualquier posibilidad de que el templo tenga construcción mudéjar o que sea la más antigua de la cuidad. Además, afina más en la datación del edificio.Todo eso en portada. Luego le dedica la página 8 completa, en un artículo llamado “La historia con ocho cerrojos”, cuyos dos primeros párrafos creo oportuno transcribir:
Una historia de envidias y verdades a medias, de mentiras históricas y de flojera de investigadores ha levantado un edificio de falsedades sobre San Mateo y un gran número de monumentos de Jerez. Prácticamente nada de lo que se dice sobre la iglesia de San Mateo tiene una base histórica que se sustente ni se corresponda con la realidad científica. El error de un historiador, Manuel Esteve, ha convertido en paja para quemar gran parte de los tratados publicados desde entonces sobre el arte en Jerez.
Así lo afirma con documentos en la mano Fernando López Vargas-Machuca, un licenciado en arte de Jerez, que ha rescatado un libro clave para la historia de la ciudad que puede encontrarse en la Biblioteca Municipal. Es Introducción al estudio de la arquitectura en Xerez, considerado entre documentalistas como artículo y firmado por Hipólito Sancho de Sopranis en el año 1934, el que puede llegar a dinamitar todas las concepciones falsas que durante años se han perpetuado entre un grupo de cronistas locales que se han dedicado a reproducir teorías erróneas que tienen en San Mateo su principal equivocación.
Pedro escribió, lógicamente, en clave periodística y procurando llamar toda la atención posible sobre San Mateo. Entiendo que lo hizo con la mejor intención, pero lo cierto es que me metió en un buen lío, porque la impresión que daba es que un joven de veinticinco años que estaba iniciándose en la investigación y que aún no había publicado nada sobre Jerez –aunque por esas fechas presentaba en Valencia mi comunicación sobre la qubba almohade en Santo Domingo–, venía poco menos que a cantarles las cuarenta a todos los historiadores de las últimas décadas y a ponerse por encima de todos ellos presentándose como una especie de mesías redentor. Nada más lejos de mis intenciones, aunque fuera verdad todo lo que le explicase a Pedro Ingelmo y él luego magnificase por escrito con tono e intencionalidad propios del periodismo.
Las reacciones no se hicieron esperar a través de Diario de Jerez: el 28 de agosto Ramón Clavijo salía en defensa de Esteve, el 30 de agosto Manuel Fernández García-Figueras nos acusaba de crear discordia en la necesaria unidad de todos los jerezanos para promover la restauración de San Mateo, Pedro Ingelmo replicaba el 1 de septiembre, yo hacía lo propio tres días más tarde, al día siguiente la señora María Domínguez echaba de menos a Esteve y el día 7 José López Romero reivindicaba el trabajo de los historiadores de Jerez de las últimas décadas. Algo más tarde –mi fotocopia no contiene la fecha, lo lamento– Esperanza de los Ríos utilizaba un tono escasamente cordial para acusarme de pretender autoadjudicarme la licenciatura de “historia del arte de Jerez” (así interpretaba ella lo de “historiador del arte de Jerez” que escribía Ingelmo en referencia a mi localidad de nacimiento); también me tachaba Esperanza de profundo ignorante de la historiografía local, señalando de paso que ella sí había utilizado la Introducción de Hipólito Sancho (en sus estudios de renacimiento y baroco, claro: yo me refería al gótico-mudéjar). Más adelante dejan también sus testimonios José Moreno Alonso, Manuel Antonio García Paz y Antonio Mariscal Trujillo, este último con un texto cuyo lúcido título he parafraseado aquí: “San Mateo, necesaria polémica” (27 de septiembre). Yo le contesté a la doctora De los Ríos brevemente y evitando cualquier agresividad.
A estas alturas era difícil deshacer el entuerto: se me debieron de cerrar unas cuantas puertas. Sobre ello tengo una anécdota reveladora. Cuando leí que el ayuntamiento iba a editar unos folletos sobre cada una de nuestras principales iglesias –el proyecto finalmente no se llevaría a cabo–, telefoneé venciendo mi timidez al Área de Patrimonio para ofrecerles una fotocopia de las actas del congreso del CEHA donde se incluía mi comunicación sobre Santo Domingo: en el lugar donde se abre hoy la portada que da a la Alameda Cristina había una qubba almohade, probablemente un morabito, que fue utilizada por los dominicos como cabecera de su templo primitivo, el cual no se alzaba –como suponía la tradición– en el lugar de la actual sino donde está hoy el convento, de tal modo que la Nave del Rosario no se creó para alojar a los fieles de la Virgen del Rosario sino para establecer una comunicación entre la sencillísima iglesia del siglo XIII y la gran iglesia gótico-mudéjar del XV. “No hace falta que nos envíe nada”, me replicó con sequedad un alto cargo que, por cierto, se acaba de jubilar; “ya nosotros hacemos nuestras propias investigaciones”. Y ahí dejó la conversación.
En fin, a mí creo que me hizo más mal que bien la involuntaria polémica. En cuanto a Hipólito Sancho de Sopranis, la nueva generación de historiadores e historiadores del arte que hay en Jerez por fin le está haciendo justicia, entendiendo por ello algo tan básico como utilizar sus textos, valorarlos de manera crítica, recoger las muchas aportaciones válidas que realizó y rechazar con argumentos científicos –y a ser posible sin recurrir a insultos que solo descalifican a quienes hacen uso de ellos– las que no se sostienen. Lo que no se puede hacer, porque no es ni científico ni ético, es dejar la labor investigadora de una persona completamente al margen de la historiografía, sea por pereza, por envidia o por una triste mezcla de ambas cosas. Bienvenida fuera la polémica, pues, si sirvió finalmente para algo.