Hace ya años le envié a un profesor universitario por el que siento la más grande admiración un texto mío sobre gótico-mudéjar en Jerez para que le echara un vistazo antes de publicarlo. Fue muy duro conmigo con respecto a dos afirmaciones que en él realizaba: que una persona que había escrito sobre determinadas iglesias no las había visitado, y que otra que había publicado sobre lo mismo desconocía por completo la bibliografía básica sobre el tema. Me hizo ver que, aunque yo pudiera tener razón, esas no son formas adecuadas para un texto científico. Y a reglón seguido me señaló un par de errores en mi texto diciéndome: “¿te gustaría que te pusieran la cara colorada por esto? Pues aprende a moderarte en tus reproches.”
Tenía toda la razón. Confieso que a veces sigo cayendo en la soberbia, pero esa lección la aprendí. Creo no equivocarme al asegurar que desde entonces nunca en un texto mío de carácter académico –otra cosa son mis críticas musicales, un género muy distinto que necesita un tono por completo diferenciado– he ninguneado a otros colegas, ni he echado por tierra alguno de sus trabajos ni, menos aún, he realizado descalificaciones ad hominem. ¡Con qué enorme elegancia, recuerdo ahora, supo censurar el enorme Leopoldo Torres Balbás aquel decepcionante libro de Florentino Pérez Embid sobre el presunto mudéjar en Portugal! Tampoco creo haber echado mano en mis libros y artículos de la ironía o el sarcasmo, recursos muy necesarios en estos tiempos de corrección política y de ofendidos-ofendidísimos, pero propios de otros géneros y contextos, nunca jamás de una publicación que pretende ser científica y aspira a ser valorada por la comunidad de investigadores. Porque todos, absolutamente todos, tenemos limitaciones y cometemos errores, y solo podemos construir la historia mediante el debate serio, riguroso y ajeno a descalificaciones innecesarias.
Aquella cura de humildad –probablemente siga necesitando unas cuantas– me vino de maravilla. Que tome nota quien proceda.