jueves, 20 de agosto de 2020

Sobre patrias y banderas

Esta mañana he tenido una conversación con un amigo en la que este en un momento dado, para criticar a determinada persona, me apostillaba sobre que “además, independentista”. A raíz de la réplica que realicé he decidido escribir estas líneas. Porque me parece necesario dados los tiempos que corren, y también porque –quién sabe si estoy en mis últimos meses de vida– cada vez le pongo menos reparos a decir las cosas tal y como las siento. No, ya no le tengo miedo a comentarios como el que una vez me hizo un (ex) compañero de trabajo acusándome de “no amar a la patria” por no sentir en mi fuero interno ascos hacia el independentismo catalán.

 

Miren ustedes, eso del amor a la patria, a la bandera, a sus símbolos y a toda la parafernalia que la rodea no es en absoluto un deber. En todo caso, fue una necesidad en otros tiempos, aquellos en los que era necesario articular ideológicamente e inyectar emocionalmente una serie de valores que sirviesen para que la colectividad no solo actuase de manera decidida y compacta a la hora de defender las fronteras del propio territorio, sino también a las de invadir el espacio ajeno sin otra justificación que la de la grandeza de la nación propia. Lo que implica, por si alguien no se había dado cuenta, que los jóvenes y no tan jóvenes habrían de garantizar la plena disponibilidad de sus personas y de sus vidas para defender o dar lustre a esa patria a la que supuestamente se debían.

También fue ese sometimiento incondicional a la bandera un recurso imprescindible para que los individuos no replicasen a la hora de someterse la oligarquía de turno, ni se atreviesen a poner en duda el sistema económico, social y político establecido. Obedecer es muchas veces difícil. Pero si esa obediencia se transforma en la sumisión que viene dada por el amor, por la creencia irracional –ajena a la crítica a partir de análisis racionales– en una serie de “verdades reveladas” que no pueden discutirse, porque presuntamente vienen dadas a partir del nacimiento y la pertenencia a un determinado colectivo, entonces el mantenimiento de un determinado orden –mejor o peor– y el impulso de las empresas bélicas –necesarias o no– resulta mucho más sencillo.

¿Implica este razonamiento que resulta ridículo identificarse con los valores de nuestra colectividad, desear lo mejor para quienes nos rodean o defender nuestras fronteras en caso de necesidad? En absoluto. Lo que sí quiero decir es que nadie tiene sentirse obligado por el mero hecho de su nacimiento, ni menos aún tiene que conducir a despreciar a quienes sientan de manera diversa, para ser un “verdadero patriota”. Para quien esto firma, lo importante no es amar a ese concepto llamado “patria”, sino desear y procurar la felicidad para lo demás seres humanos con los que comparte espacio y, por ende, organización social y política. Ello implica reconocer la pluralidad –cualquier pluralidad: política, sexual, religiosa, folclórica o lo que haga falta– y ser tolerante con ella dentro de esos límites razonables que no permitan que el exceso de tolerancia conduzca a justamente lo contrario.

Por todo ello, no siento ni reconozco a ninguna patria andaluza, ni patria española ni patria catalana, al mismo tiempo que me siento plenamente andaluz y plenamente español, estoy por completo satisfecho de serlo –no cambiaría por mi nacionalidad por ninguna otra– y comprendo que una persona que se haya criado en el País Vasco o en Cataluña ame una presunta patria llamada Euskadi o Catalunya y piense –creo que muy erróneamente– que otra nación llamada España les tenga invadidos y sometidos desde hace tiempo. Y pareciéndome negativo el fenómeno de desarticulación del actual estado español, jamás creeré que el odio visceral a quienes impulsan este proceso centrífugo sea una buena forma de paliarlo. Todo lo contrario: si amásemos a los demás seres humanos –en sus peculiaridades, en sus grandezas y en sus miserias– muy por encima de las banderas que supuestamente nos representan, se acabarían esos problemas nacionalistas de aquí, de allí y de mucho más allá que tantísimos males han traído y seguirán trayendo.

 

PD. En la foto, de hace ya algunos años, estoy tomando cerveza y salchicha en Múnich, una de mis "patrias" preferidas. A mucha honra.

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