viernes, 21 de agosto de 2020

Jerusalén, ciudad de las dos Paces

En la entrada anterior hablé de patrias y banderas. De mi absoluta descreencia en todas ellas, en tanto que sean sinónimos de sumisión incondicional, de obligaciones sentimentales impuestas por el nacimiento, de falta de reconocimiento de los valores de la alteridad –cuando no desinterés o abierto desprecio–, o de la invocación a esos conceptos como medio de someter y/o movilizar a la población para conseguir determinados fines que a veces pueden ser imprescindibles para el bienestar de la colectividad, a veces ocultan los oscuros intereses de las oligarquías de turno. Y también dejé claro que no por todo ello dejo de sentirme parte de la colectividad en la que me integro –Andalucía, España y Europa– ni de un universo cultural –el legado del mundo clásico más la herencia judeocristiana– que me parece maravilloso.

Ahora quisiera añadir algo más: mi firme creencia en la necesidad de desarrollar los valores espirituales del ser humano y de las sociedades. Valores que no necesariamente implican una concepción teísta del universo, ni menos aún la adscripción a una fe determinada. Se puede ser agnóstico –es mi caso– o ateo y desarrollar por completo esos valores, al igual que uno puede ser estricto en las prácticas de su religión y carecer por completo de esa dimensión espiritual.

Supongo que no hará falta decirles que considero el arte en general y la música en particular como puntos clave para el desarrollo de esa dimensión. Sí, ya sé que los ejemplos del uso de la creación artística para apoyar las más repugnantes acciones de unos seres humanos sobre otros ha sido una constante en la historia. Pero no es menos cierto que es esa misma labor creativa –pienso ahora en la Novena de Beethoven, manipulada por Hitler y sus secuaces– una de las principales herramientas para enfrentarnos a ellas, para reconocer que muy por encima de las circunstancias que nos hacen diferentes a unos de otros, se encuentra un único Espíritu. Ese arte y esa música no solo nos hacen verdaderamente humanos, elevándonos muy por encima de la mera animalidad de la que partimos: son el punto de encuentro con esa alteridad que en realidad no es tal.

 

Perfecta plasmación de este ideario la encuentro en uno de los discos más hermosos que yo haya escuchado nunca: Jerusalén, la ciudad de las dos Paces. Se trata de uno de los libros-disco de Jordi Savall en torno a determinados temas históricos; a mi entender, del mejor de ellos. El contenido viene en dos SACD de soberbia toma sonora registrados entre 2007 y 2008 al frente de sus habituales conjuntos instrumental (Hespérion XXI) y vocal (La Capella Reial de Catalunya) más una no pequeña serie de músicos invitados procedentes de casi todos los países en torno al Mediterráneo. El resultado es un ensemble más all-stars que nunca: uno no puede sino derretirse escuchando a gente como Andrew Lawrence-King, Dimitris Psonis, Pierre Hamon, Begoña Olavide –en doble cometido vocal e instrumental–, Pedro Estevan, y un largo etcétera. Incluso Arianna Savall y Fahmi Alqhai realizan sendos cameos. Más la voz de la malograda Montserrat Figueras y el arco del propio Jordi Savall, eso por descontado.

¿Y la música? Exactamente lo esperable: remotísima tradición hebrea, canciones sefardíes, conductus, cantigas de Santa María, invocaciones musulmanas, marchas turcas… y una escalofriante oración por los fallecidos en Auschwitz registrada en 1950 por un cantante que se libró de la cámara de gas precisamente por cómo cantó la plegaria cuando iba a ser ajusticiado. A todos esos ingredientes se añaden las “trompeta de Jericó” (sic) dispuestas a derribar las “barreras del espíritu”. Todo ello lo mete el de Igualada en la coctelera de su habitual e inconfundible sonido, echándole muchísima (¿demasiada?) fantasía al asunto y procurando limar diferencias para acercar unas músicas a las otras, pero siempre haciéndolo con exquisito gusto, virtuosismo extremo en todos y cada uno de los componentes del ensemble y enorme capacidad para dialogar, para escucharse, algo tan fundamental en la música antigua como en la que no lo es tanto.

En realidad, estamos muy cerca de los planteamientos de Daniel Barenboim y su West-Eastern Divan. No se trata solo de juntar a artistas de procedencias y creencias diferentes y hasta enfrentadas entre sí, sino de hacerles dialogar en lo musical. El de Buenos Aires lo ha dicho mil veces: es imposible hacer una buena interpretación si los intérpretes no saben escucharse de verdad. La música no es sino una metáfora. Solo escuchando, comprendiendo y encontrando una réplica sensata para el discurso del otro –lo que no significa darle la razón, el maestro también ha insistido en ello– se pueden alcanzar la Armonía –el equilibrio entre las partes y el todo, entre el individuo y la colectividad, según el concepto de la Grecia clásica– y, por ende, la estabilidad, la integración y la Paz. Y esta última palabra es, precisamente, el eje de todo el proyecto musical de Savall. ¿Que es independentista catalán? Pues sí, en su derecho está. Tampoco conozco a muchas personas que hayan hecho tanto por el patrimonio musical de España (sí, de Es-pa-ña) a lo largo de los últimos cuarenta años.

Escuchen este disco. Está en las plataformas habituales, pero les recomiendo la compra: la presentación es una maravilla visual y ofrece muchísima información para comprender, para reconocer y también para amar a todas estas músicas, a estas religiones y a estas culturas. Solo así, insisto, reconociendo y amando, seremos seres humanos en toda la dimensión que nos corresponde.

jueves, 20 de agosto de 2020

Sobre patrias y banderas

Esta mañana he tenido una conversación con un amigo en la que este en un momento dado, para criticar a determinada persona, me apostillaba sobre que “además, independentista”. A raíz de la réplica que realicé he decidido escribir estas líneas. Porque me parece necesario dados los tiempos que corren, y también porque –quién sabe si estoy en mis últimos meses de vida– cada vez le pongo menos reparos a decir las cosas tal y como las siento. No, ya no le tengo miedo a comentarios como el que una vez me hizo un (ex) compañero de trabajo acusándome de “no amar a la patria” por no sentir en mi fuero interno ascos hacia el independentismo catalán.

 

Miren ustedes, eso del amor a la patria, a la bandera, a sus símbolos y a toda la parafernalia que la rodea no es en absoluto un deber. En todo caso, fue una necesidad en otros tiempos, aquellos en los que era necesario articular ideológicamente e inyectar emocionalmente una serie de valores que sirviesen para que la colectividad no solo actuase de manera decidida y compacta a la hora de defender las fronteras del propio territorio, sino también a las de invadir el espacio ajeno sin otra justificación que la de la grandeza de la nación propia. Lo que implica, por si alguien no se había dado cuenta, que los jóvenes y no tan jóvenes habrían de garantizar la plena disponibilidad de sus personas y de sus vidas para defender o dar lustre a esa patria a la que supuestamente se debían.

También fue ese sometimiento incondicional a la bandera un recurso imprescindible para que los individuos no replicasen a la hora de someterse la oligarquía de turno, ni se atreviesen a poner en duda el sistema económico, social y político establecido. Obedecer es muchas veces difícil. Pero si esa obediencia se transforma en la sumisión que viene dada por el amor, por la creencia irracional –ajena a la crítica a partir de análisis racionales– en una serie de “verdades reveladas” que no pueden discutirse, porque presuntamente vienen dadas a partir del nacimiento y la pertenencia a un determinado colectivo, entonces el mantenimiento de un determinado orden –mejor o peor– y el impulso de las empresas bélicas –necesarias o no– resulta mucho más sencillo.

¿Implica este razonamiento que resulta ridículo identificarse con los valores de nuestra colectividad, desear lo mejor para quienes nos rodean o defender nuestras fronteras en caso de necesidad? En absoluto. Lo que sí quiero decir es que nadie tiene sentirse obligado por el mero hecho de su nacimiento, ni menos aún tiene que conducir a despreciar a quienes sientan de manera diversa, para ser un “verdadero patriota”. Para quien esto firma, lo importante no es amar a ese concepto llamado “patria”, sino desear y procurar la felicidad para lo demás seres humanos con los que comparte espacio y, por ende, organización social y política. Ello implica reconocer la pluralidad –cualquier pluralidad: política, sexual, religiosa, folclórica o lo que haga falta– y ser tolerante con ella dentro de esos límites razonables que no permitan que el exceso de tolerancia conduzca a justamente lo contrario.

Por todo ello, no siento ni reconozco a ninguna patria andaluza, ni patria española ni patria catalana, al mismo tiempo que me siento plenamente andaluz y plenamente español, estoy por completo satisfecho de serlo –no cambiaría por mi nacionalidad por ninguna otra– y comprendo que una persona que se haya criado en el País Vasco o en Cataluña ame una presunta patria llamada Euskadi o Catalunya y piense –creo que muy erróneamente– que otra nación llamada España les tenga invadidos y sometidos desde hace tiempo. Y pareciéndome negativo el fenómeno de desarticulación del actual estado español, jamás creeré que el odio visceral a quienes impulsan este proceso centrífugo sea una buena forma de paliarlo. Todo lo contrario: si amásemos a los demás seres humanos –en sus peculiaridades, en sus grandezas y en sus miserias– muy por encima de las banderas que supuestamente nos representan, se acabarían esos problemas nacionalistas de aquí, de allí y de mucho más allá que tantísimos males han traído y seguirán trayendo.

 

PD. En la foto, de hace ya algunos años, estoy tomando cerveza y salchicha en Múnich, una de mis "patrias" preferidas. A mucha honra.