martes, 27 de julio de 2021

Un tumor en la Historia del Arte en Jerez

Tengo a Fernando Aroca Vicenti –me consta que la opinión es compartida por la mayor parte del gremio– no ya como uno de los más admirables historiadores –a secas, no me refiero solo a la Historia del Arte– que ha tenido Jerez de la Frontera. Fernando me parece también, me ha parecido siempre –le conozco desde hace más de treinta años– como una de las personas más educadas, honestas y bondadosas que he tratado en mi vida. Lo digo sin exagerar lo más mínimo.

Por eso mismo me ha resultado doloroso tener que telefonearle hace un rato y escribir estas líneas ahora. Esta mañana he comprado su última publicación: Cenobios y clausuras en el Jerez barroco. Una mirada a la ciudad convento. Habida cuenta del tema, parece muy probable –no he logrado pasar de la primera página, tal es mi consternación– que se trate de una obra modélica y referencial. El prólogo lo escribe Manuel Romero Bejarano. En la tercera línea, haciendo un chiste –pretendidamente ingenioso pero grueso, como en él es habitual– sobre las edades, hace referencia al joven investigador Bruno Escobar y a un personaje al que llama “don Tancredo”. La mayoría de los lectores no sabrán a quién se refiere. El círculo de Romero Bejarano, sí: es el mote con que suele referirse a otro colega de la investigación cuya identidad no quiero desvelar. Baste con decir que es una persona trabajadora, honesta, agradable en el trato, que jamás ha tenido encontronazo alguno con él ni con nadie.

 

Aunque ya he escrito del “asunto Bejarano” en varias ocasiones, voy a ser esta vez particularmente claro. Este señor nos tiene puesto motes a todos y cada uno de los personajes de su entorno profesional. Cuando no estamos delante no nos llama por nuestro nombre, sino por un mote o con alguna suerte de expresión que haga referencia a la persona de manera denigrante. “La bicha”, “la loqui”, “la asquerosa” o “la legión de Satán” son solo un ejemplo de los calificativos que nos adjudica una y otra vez. Ojo, no me refiero a conversaciones de barra de bar. Lo hace de manera constante, hasta el hartazgo, en cualquier entorno y buscando la risa cómplice. Incluso en libros. Lean el prólogo de su reciente volumen sobre la Historia de la Semana Santa, o este mismo del trabajo de Fernando Aroca. El guiño solo será entendido por una minoría, pero de lo que se trata es de buscar complicidad y el reconocimiento que se deriva de ella. De su insistente costumbre de obtener fotos de WhatsApp o de Facebook de algunos de nosotros para hacer memes con ellas y pasárselas a otros compañeros no voy a decir nada esta vez.

Todo lo expuesto no es sino parte de una dinámica que este señor ha venido generando en los últimos años. Dinámica en la que él se ha convertido en una especie de “líder” que ha afianzado su posición a base de denigrar a todo y a todos, incluso a sus mismos “seguidores” –cuando no están delante–, usando con mucha frecuencia medias verdades y mentiras completas –me viene a la mente cuando fue pregonando que no me publicaba un libro porque yo “quería mucho dinero”, cuando en realidad no cobraba nada–. Su objetivo es generar un clima de tensión, de desconfianza mutua e incluso de rivalidad en el que solo hay un beneficiario. Divide y vencerás. Los demás le ríen las gracias, le hacen ver que sus ocurrencias les parecen muy ingeniosas, le siguen la corriente y colaboran con él.

Los seres humanos somos gregarios. Necesitamos sentirnos parte de un grupo. Recibir el reconocimiento y el apoyo de los demás. Si por sistema el líder se dedica a vapulear a quienes tiene a diestra y a siniestra y, aprovechando su posición de poder, poco a poco va dejando fuera de juego a quien le parece oportuno –el que se atreve a discrepar de él o a llevarle la contraria–, tu posición no puede ser otra que la de apretujarte más en el grupo, aun a costa de tener que reír ocurrencias que no te hacen gracia, de tragarte cosas que no te gustan o incluso de contemplar impasible cómo caen esos mismos compañeros que el día anterior parecían perfectamente integrados. No vaya a ser que tú seas el siguiente.

Todo esto tiene algo que ver con su posición en el Ayuntamiento. Él decide quién interviene en determinados actos y quién no. Probablemente el lector ya sabe –lo he explicado aquí– que a mí me ha vetado de todo cuanto organice el consistorio y esté bajo su radio de acción, contraviniendo así el principal mandato que tiene cualquier funcionario: te guste o no te guste, e independientemente de tus simpatías o tus circunstancias personales, hacer aquello para lo que se te ha contratado. En este caso –entre otras labores–, contar con las personas que por trayectoria en la investigación son las apropiadas para tal actividad científica o divulgativa. Lo que no se puede es arrinconar a algunos de quienes se merecen que cuentes con ellos, y por ende dejar a los ciudadanos (¡que son los que costean tu sueldo!) sin conocer las aportaciones de esas personas que a lo mejor pueden interesar los asistentes, mientras que cuentas en exclusiva –y le entregas el cheque: no olvidemos que hay dinero de por medio– a aquel selecto círculo que no se ha atrevido a poner en duda tus pareceres, tus decisiones y tu liderazgo grupal. Porque hacer eso alguien podría interpretarlo como algo parecido a la prevaricación (“Delito consistente en que una autoridad, un juez o un funcionario dicte a sabiendas una resolución injusta”, según la RAE).

En lo que a su trabajo como investigador se refiere, las pautas de Romero Bejarano tampoco son modélicas. No voy a discutir la valía muy considerable de la ingente documentación que ha ido extrayendo de los archivos. Tampoco su conocimiento exhaustivo del dato concreto: erudición se llama a esto, más que sabiduría. Pero en lo que se refiere a interpretación, a relación de ideas, a formulación de hipótesis sugerentes y –sobre todo– a capacidad de síntesis, anda bastante corto. Su Breve historia de Jerez, en este sentido, resulta significativa: una aburridísima relación de datos –positivismo en el mal sentido del término– sin el menor hilo conductor, es decir, sin una auténtica labor de historiador. Por no hablar de su Iglesias y conventos de Jerez, lamentable intento de llegar a un punto intermedio entre una guía descriptiva al uso –esa ya estaba hecha, de manera modélica, por Pablo Pomar y Miguel Mariscal– y una visión altamente subjetiva, sazonando el texto con bromas de trazo grueso, expresiones soeces e insultos de lugar. En este y otros trabajos suyos, con frecuencia escritos en el tono de una columna de la edición dominical de un periódico, es frecuente la mofa de los errores de otros investigadores. No hablo de la imprescindible corrección científica de aquello que se considera equivocado, sino de la ridiculización, del escarnio puro y duro. Hipólito Sancho de Sopranis, quizá el más grande de los historiadores que ha conocido nuestra tierra, ha sido una de las principales víctimas de sus burlas, mas no la única. Colegas del presente también las han vivido. Hasta presuntos amigos suyos, que no han tenido más remedio que sonreír y recurrir al socorrido “ya sabemos cómo es” para disimular su impotencia ante la situación. En varias ocasiones, me consta, ha estado al borde de la denuncia.

El daño generado por toda esta dinámica es muy considerable. Lo es a nivel personal, por razones obvias. Lo es también a nivel profesional. Perdiéndose amistades, se pierden colaboraciones. Hay proyectos de libros y de artículos conjuntos que se han roto irremisiblemente (qué bien, menos competencia para él). Hay investigadores que ya no comparten pareceres y experiencias. Cada uno a lo suyo. Y a procurar no moverse, no vaya a ser que no salgas en la foto. Nadie va a mover un dedo por nadie. “Yo no tengo culpa”, me dijo una vez un colega muy apreciado, “de que tengas problemas con él”. ¡Como si no fuera un problema de todos! Se imponen el aislamiento y la desconfianza. No hace falta insistir en lo mucho que pierde la investigación con semejante panorama.

Solo hay una manera de que las cosas se vayan enderezando: un NO rotundo de todos y cada uno de los historiadores de Jerez a semejantes actitudes. No a los motes, no a los insultos, no a los memes, no a las exclusiones y, desde luego, no a las burlas en textos científicos. Por eso me ha consternado descubrir que la cosa va a peor. Que un investigador tan ejemplar como Fernando Aroca haya accedido no ya a que Bejarano le prologue su libro, lo que a mi entender supone respaldar de manera inmerecida su trayectoria como investigador, sino a que incluya uno de estos motes en primerísima línea, no es sino dar la aquiescencia a una dinámica extremadamente dañina que se prolonga ya desde largos años.

Me hablaba Fernando esta mañana de libertad de expresión. Creo que lo hace de manera desacertada: una cosa es la sátira –sanísima en toda sociedad democrática cuando es inteligente y necesaria– y otra la dinámica del insulto –constante, reiterativo– a colegas que lo harán mejor o peor, se llevarán bien con nosotros o no se llevarán, pero que merecen un mínimo de respeto humano y profesional. También me hablaba de que él no firma el prólogo. De acuerdo, pero autor y editor tienen todo el derecho del mundo a pedir una modificación de un texto que puede ser ofensivo. Si se ha publicado así, es porque a Fernando le ha parecido correcto –los editores, Amigos del Archivo, muy probablemente no saben nada–. Y eso es justamente lo grave: que le parezca correcto. Porque no lo es en absoluto.

Las malas prácticas se están extendiendo en Jerez como un tumor que poco a poco va destruyendo todas las células. Ya ha llegado ni más ni menos que al corazón de quienes nos dedicamos a esto de la Historia del Arte, el tantas veces admirable Fernando Aroca. Probablemente no haya marcha atrás y lo único que yo consiga con estas líneas sean disgustos. Pero, al menos, he hecho lo que tenía que hacer.

domingo, 25 de julio de 2021

Algunas sopresas en Apulia: triángulos, dientes de sierra y puntas de diamante

Bajo el Coloso de Barletta

Hay dos motivos decorativos del primer gótico jerezano que me tienen desconcertados. Uno es la cenefa de cuadrados girados 45 grados y unidos por sus esquinas que ornamenta, en su cara exterior –hoy visible desde un desván en la floristería de la Plaza Plateros–, el ábside del lado del Evangelio de San Dionisio, que como hemos explicado quien esto suscribe y más recientemente –ya tienen a su disposición su tesis doctoral– José María Guerrero Vega, no corresponde a la gran reforma gótico-mudéjar de la primera mitad del siglo XV, sino a la primera iglesia que edificaron los castellanos. Un motivo similar lo encontramos en el óculo que se alza en la fachada principal de Nuestra Señora de la O de la vecina localidad de Rota; este pasa desapercibido para la mayoría de los visitantes, rodeado por una cenefa mucho más destacada de puntas de diamante.

San Dionisio, ventana del ábside del lado del Evangelio
 

Rota, Nuestra Señora de la O, fachada occidental

El otro consiste en una cenefa de triángulos equiláteros encadenados, colocando la base de uno sobre el vértice del anterior. Aparece en dos de las ventanas de la obra más temprana de San Marcos, esto es, de los muros de la gran capilla mayor: las bóvedas tardogóticas de esta se construyen sobre muros muy anteriores, probablemente adicionados a una mezquita de la que hoy no queda rastro. Una de las ventanas es perfectamente visible desde la calle, mientras que la otra solo se alcanza a contemplar accediendo a las cubiertas de la zona de la sacristía. Lo interesante es que el Museo Arqueológico Municipal nos dio a conocer no hace mucho una pieza bajo su custodia que, procedente de San Dionisio, debe de pertenecer a una de las ventanas de la primitiva capilla mayor, hoy desaparecida: una dovela con exactamente el mismo motivo de triángulos. Como explicamos en su momento (aquí), queda en evidencia que los maestros que trabajan en el primer San Dionisio y en el primer San Lucas son los mismos.

San Marcos, ventana de lado de la Epístola

Museo Arqueológico Municipal de Jerez,
dovela procedente de San Dionisio

Lo cierto es que quien esto suscribe no ha sido capaz de encontrar un referente claro para estos diseños. Hasta ahora. A principio de julio he visitado la región de Apulia, teniendo la oportunidad de recorrer el conocido como Castello Svevo (Castillo Suabo) de la hermosísima ciudad costera de Bari, una fortificación que dentro del enorme bastión de tiempos de Isabel de Aragón (1470-1524) encierra otra muy anterior que se remonta a la reconstrucción realizada en tiempos de Federico II Hohenstaufen entre 1233 y 1240.

Bari, Castello Svevo

Pues bien, en la gran sala de alargada planta rectangular que se extiende a lo largo del flanco occidental en su piso superior, sobre otra gran estancia que desde 1957 sirve como singular gipsoteca –museo de vaciados de yeso– en la que se reproducen numerosos motivos de la fascinante arquitectura medieval de la zona, hemos localizado este mismo diseño de triángulos. Lo vemos formando parte del capitel de la pilastra que se ha recuperado de la estancia original, hoy sustancialmente alterada, la cual debió de estar articulada mediante una serie de arcos fajones similares a los que sí se han conservado en la estancia inferior. 

Bari, Castello Svevo,
pilastra de la sala occidental de la planta superior

Bari, Castello Svevo, vista de la gipsoteca

Se encuentra, para concretar, dispuesto de manera horizontal –siete triángulos en total– formando la parte superior del referido capitel, sobre una moldura inferior de perfil convexo (toro). Por debajo de esta moldura, otra banda de triángulos pero esta vez con un diseño muy distinto, apuntando con sus vértices hacia abajo y marcando así un diseño en zigzag; la idea subyacente –repetición de una forma geométrica simple– es la misma, pero aquí sí que no hay relación con lo que vemos en Jerez. Los pilares de los fajones de la cámara inferior –la gipsoteca– presentan esta segunda banda –ubicada sobre el toro–, mas no la que nos interesa que es la primera, la de los triángulos isósceles en el que cada vértice enlaza con la base de otro.

Bari, Castello Svevo, pilastra de la gipsoteca  

Resulta significativo que a lo largo del recorrido encontramos otros elementos que se pueden relacionar con el gótico de Córdoba, Sevilla y Jerez: dientes de sierra y puntas de diamante. Pero lo hacen, mucha atención, en un estadio primitivo de su evolución, todavía muy distintos a como los encontraremos más adelante en el Valle del Guadalquivir. Dientes de sierra los hay en el castillo de Bari en la parte superior de un capitel del “portal federiciano” que se abre al patio, pero concebidos aun como una mera línea zigzagueante, no como “verdaderos” dientes individualizados unos de otros, que es justo como se van a evolucionar en tierras andaluzas desde el siglo XIII. 

Bari, Castello Svevo, "portal federiciano"

 

Sevilla, Santa Marina, portada occidental,
dientes de sierra individualizados y puntas de diamante

Puntas de diamante en el castillo las vemos –la mayoría recientes, pero quedan originales– rodeando el óculo que se abre al exterior desde la gran sala abovedada con cañón en el flanco oriental de la planta alta. En seguida nos viene a la mente la portada roteña antes citada, pero con una diferencia sustancial: mientras en Nuestra Señora de la O las puntas de diamante están configuradas ya como tales, como formas estrelladas de ocho radios, en el Castello Svevo son todavía “dientes de perro”, es decir, el motivo de florecilla de cuatro pétalos procedente del “Early English” –primer gótico inglés– del que más adelante, en tierras burgalesas, surgirán las puntas de diamante propiamente dichas que llegarán hasta el sur de Despeñaperros.

Bari, Castello Svevo, salón oriental en la planta superior

 

Bari, Castello Svevo, óculo con puntas de diamante


Bari, Castello Svevo, detalle de las puntas de diamante originales

Este proceso evolutivo en el que, a lo largo del siglo XIII, los motivos que llegan desde latitudes septentrionales se van transformando en la Corona de Castilla, lo intenté explorar en el texto realizado para el Museo Arqueológico Municipal aquí disponible sobre otra dovela –una procedente de San Juan de los Caballeros–. De manera significativa, en este mismo viaje he podido constatar que en Apulia se procede un fenómeno parecido. Al menos en la ciudad de Barleta, ciudad en la que numerosos palacios presentan portadas con alfices formados a base de estas mismas puntas de diamante. Sin duda, derivan de los “dientes de perro” que llegaron en el siglo XIII, pero evolucionando de una manera diferente a la castellana: en la localidad italiana se convierten en un motivo recorrido por diversas estrías que pierde –como en Castilla– el carácter calado del motivo original, pero que gana así en vistosidad, La bibliografía que he podido adquirir (Renato RUSSO, Antichi Palazzi de Barletta, Editrice Rotas, 2014) ubica cronológicamente las referidas portadas en el siglo XIV.

Barletta, Palazzo Santa Croce

Barletta, puntas de diamante en el Palazzo Santa Croce

 

Barletta, Palazzo Abbate

En la Iglesia del Santo Sepulcro de la mima ciudad, por su parte, el primer tramo –contando desde el transepto– de la nave de la Epístola se cubre con una bóveda de crucería cuyos nervios se encuentran recorridos como dientes de sierra concebidos a la manera primitiva, un simple zigzag. El templo, célebre por tener delante el mítico Coloso de Barleta, fue erigido en el siglo XII, pero debe buena parte de formas a una iniciativa ya de la segunda mitad del siglo XIII, esto es, de época angevina.

Barletta, Santo Sepolcro, nave de la Epístola

No tengo del todo claro si la banda de triángulos del Castello Svevo que ha dado pie a este texto corresponde a tiempos de Federico II o se debe, más bien, a la reforma que en el mismo realizó Carlos de Anjou ya en la segunda mitad del XIII. La única información que he podido rastrear por internet (aquí y aquí, por ejemplo) hace referencia a que esta afectó sobre todo al flanco septentrional del castillo. En cualquier caso, y a falta de acceso a la bibliografía específica, de la decimotercera centuria estamos hablando.

Eso es justo lo que nos interesa. Porque nos confirma que el motivo ornamental a base de triángulos de esas primitivas iglesias de San Dionisio y San Marcos que ha dado pie a estas líneas, insólito en tierras andaluzas, forma parte de todo un conjunto de elementos ornamentales que alcanza su difusión a lo largo del Doscientos. Elementos que, en los diferentes territorios europeos, van a poder insertarse tanto en contextos que se deben todavía al arte románico como en aquellos que corresponden ya al gótico, y que van a poder evolucionar de manera independiente a lo largo de las centurias siguientes encontrando diferentes formulaciones. Es el caso de las puntas de diamantes que se prodigan en los palacios de Barleta en el siglo XIV o en las iglesias jerezanas del XV, o de los dientes de sierra en que se transforman los antiguos zigzags. Pero no de esa banda de triángulos que se va a quedar en algunas pocas –dos que se hayan conservado: debió de haber alguna más– apariciones en la primera arquitectura cristiana de Jerez de la Frontera.