Quede la persona que lee advertida desde el primer momento: el texto que viene a continuación no es un artículo para publicar en una revista científica, ni en él va a encontrar novedad alguna con respecto a lo ya sabido sobre el tema en cuestión: cómo eran las mezquitas “de barrio” de Jerez de la Frontera en época islámica. De ellas nos han llegado testimonios tan escasos y fragmentarios que resultan de todo punto insuficientes para extraer ideas generales sobre lo que fueron aquellos edificios. Lo que sí podemos hacer es realizar una serie de reflexiones que, teniendo en cuenta los referentes andalusíes con los que contamos y procurando diluir algunos tópicos que probablemente rondan en nuestra imaginación, nos lleven a esbozar algunas ideas que nos aproximen a una realidad que nunca conoceremos bien. La investigación sobre historia del arte no puede limitarse a esperar descubrimientos arqueológicos o hallazgos documentales: en el caso del arte hispanomusulmán, eso es casi quedarnos con los brazos cruzados, porque documentación hay escasísima, y las excavaciones se emprenden cuando hay medios y oportunidad para ello. A veces enfrentarnos a ideas preconcebidas, hacer preguntas y despertar inquietudes puede ser una manera de abrir puertas. Pero insistimos: quien espere grandes novedades o hallazgos espectaculares, aquí no encontrará lo que desea.
Cuántas (eran), dónde (se encontraban), cuándo (se
levantaron) y cómo (eran sus formas). Esas son las preguntas que hemos de
realizarnos sobre las referidas mezquitas. Con respecto a la cantidad, el
asunto es fácil: el Libro del Repartimiento mediante el cual los cristianos
distribuyeron los inmuebles de la ciudad entre los nuevos pobladores –manejamos
la edición realizada por González Jiménez y González Gómez en 1980– da
constancia de un total de dieciocho: una en la collación de San Mateo, ninguna
en la de San Marcos, cuatro en la de San Lucas, dos en la de San Juan, cuatro
en la de San Dionisio, ninguna en la judería y nada menos que siete en la de
San Salvador, más extensa que las demás al extenderse hasta la Puerta de Rota,
cerca de la actual Picadueña. Esta cifra no implica que no hubiera otros
espacios dedicados a la oración de tamaño muy reducido: las que recoge el
citado libro son aquellas que tenían entidad suficiente como para ser digas de
reseñar a la hora del reparto. Tampoco eso quiere decir que aquellas de las que
se dejó constancia alcanzaran importantes dimensiones: en un artículo para la
revista Trocadero (descarga
aquí) ya expuse las dimensiones moderadas de la mezquita que funcionaba
como aljama cuando llegaron los castellanos, quienes la transformaron
inmediatamente en Colegial. Las más relevantes desde el punto de vista edilicio
–entendemos que no incluidas en el reparto– terminarían convirtiéndose en
iglesias, y el resto conocería destinos de lo más variado.
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Imagen de Manuel González Jiménez y Antonio González Gómez, de su edición del Libro del Repartimiento de Jerez de la Frontera (1980) |
El dónde ya lo hemos respondido a medias. Muchas en
la mitad sur de la ciudad y en el centro geográfico, bastante menos en el
resto. La información por collaciones que antes recogimos nos hace plantearnos
algunas preguntas sobre el origen y el desarrollo de Sharis. ¿Hubo un solo
núcleo a partir del cual se fue extendiendo la urbe, o por el contrario fueron
varios? ¿Es casualidad que coincida la mayor abundancia de mezquitas en las
collaciones de San Salvador y San Dionisio con esos dos núcleos de los que hablaba
la hipótesis del padre Repetto, el primero como primitivo centro de la ciudad y
el segundo como arrabal que luego adquiriese entidad propia? Relaciónese esto
con la cerámica verde y manganeso que fue propia de los siglos X y XI: la Plaza
de Belén coincide con la collación de San Salvador –no con la de San Lucas, que
era minúscula–; y la zona de El Carmen –los testimonios cerámicos se
encontraron en la Calle Castellanos– lo hace con la de San Dionisio. Las dos,
por cierto, extendiéndose por la elevación de terreno que se sitúa al oeste de
la zona llana recorrida por un curso de agua que hoy conocemos como “el
arroyo”. La mezquita aljama cuyo patio ha aparecido en la Casa del Abad se situaría
en la elevación oriental, cerca del alcázar. Si aceptamos que esa fue siempre
la mezquita mayor –teoría con la que estamos de acuerdo, sin por ello mostrar
desprecio por la plausible hipótesis de que estuviera inicialmente en
San Dionisio–, quedaría explicada su situación excéntrica con respeto al
recinto urbano que conocieron los cristianos.
Lo que sí parece claro, y con esto respondemos al
cuándo, es que no pocas de esas mezquitas serían anteriores a los almohades. Si
Sharis ya era un núcleo urbano de cierta entidad –que no una urbe importantísima,
como pretenden algunos– dos siglos antes de que llegaran los unitarios, es de
suponer que ya habría una apreciable cantidad de edificios disponibles para el
rezo a lo largo y ancho de la ciudad, sin menoscabo de que se pudieran levantar
otros en las zonas englobadas por la nueva cerca. Adiós, por tanto, a esa
ciudad llena de edificios de blanco inmaculado, con arcos de herradura apuntada
sobre pilares de ladrillo y muy sobria decoración geométrica que algunos han
imaginado pensando en la mudéjar Ermita de la Ina –junto al río Guadalete–, tal
vez en la igualmente mudéjar Iglesia de Nuestra Señora del Castillo en Lebrija y, sobre todo, en
la gran aljama almohade de Sevilla, de la que nos quedan como testigos dos
pandas del patio y la emblemática Giralda. Recuérdese cómo el profesor Rafael Cómez
llegó a proponer erróneamente que así eran las formas primitivas del oratorio
del alcázar jerezano –remitimos al referido artículo de la revista Trocadero–.
Pensemos mejor en una Sharis con mezquitas que se irían realizando de manera
escalonada, que responderían tanto a las circunstancias particulares de la urbe
como a la evolución de las formas artísticas en Al-Ándalus y que, por ende,
presentarían formas arquitectónicas y ornamentales de apreciable variedad. Con
ello llegamos a la última pregunta: ¿cómo eran?
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Lebrija. Iglesia de Nuestra Señora del Castillo. |
Aquí nos encontramos con el prejuicio que supone
tener impresa en la mente una imagen tópica de lo que es una mezquita: una sala
de oración (haram) de planta rectangular con techo de madera soportado por
columnas o pilares, un muro de la quibla que marca la dirección del rezo, un
nicho del mihrab ricamente ornamentado señalando el lugar en que se hubiera
situado el Profeta, varias puertas laterales, un patio (sahn) de la misma
anchura de la sala de oración comunicado con esta a través de una amplia serie
de vanos, galerías perimetrales en el patio (saquifas), una fuente de
abluciones, un alminar para llamar a la oración… También tenemos muy fijada la
idea de que el ladrillo y la madera son los materiales fundamentales. Pero en
realidad, sala de oración, quibla y un mihrab que puede ser extremadamente
sencillo son los únicos elementos imprescindibles. Las formas pueden variar
sustancialmente en función de dos elementos tan básicos en la arquitectura como
son la tradición local y los materiales disponibles, por no hablar de las
particularidades que implican los recursos económicos facilitados por los
promotores, la mano de obra y los destinatarios de cada edificio. Todo ello se
encuentra expuesto de manera admirable por Susana Calvo Capilla en su monumental
trabajo sobre las mezquitas de Al-Ándalus publicado en 2014.
Obviamente de arte islámico hablamos, y ahí estarán
más o menos presentes los elementos definitorios de esa civilización. Pero al
igual que en el medioevo cristiano encontraremos formas distintas para un
templo de culto católico, la tipología de la mezquita encontrará diversidad en
sus formas.
La profesora Calvo nos advierte que de los elementos
que se presuponen propios de una mezquita, que son los arriba enumerados, no
eran todos ellos imprescindibles para configurar un espacio de rezo. Lo único
esencial era la sala de oración con, eso sí, un muro de la quibla que señalase
la dirección del rezo y su correspondiente mihrab. Incluso podía prescindirse
de portadas más o menos monumentales a la vía pública: a algunas se accedía a
través de viviendas. Algunas o muchas de las mezquitas menores de Sharis
estarían reducidas a lo esencial, así que no imaginemos una ciudad con
numerosos patios llenos de naranjos y cuajada de torres rompiendo la línea de
horizonte.
Sobre las ideas preconcebidas que tenemos que
revisar para aproximarnos a la realidad andalusí nos advierte José Ruiz Mata
cuando afirma en Al Ándalus, la historia que no nos contaron que “Se
asume con demasiada facilidad que Alándalus fue como es hoy cualquier país
musulmán que conocemos, o creemos conocer, con sus chilabas, barbas, velo,
artesanía, jaimas, zonas áridas”. Se refiere de manera indisimulada a Jerez de
la Frontera cuando continúa diciendo que “hemos visitado el alcázar de una
población andaluza en el que se exponen una maqueta de la ciudad de la época
andalusí; mucho se asemeja a una población del desierto, con palmeras y
arenales. O el clima ha cambiado mucho, que no lo creemos, o la maqueta es
reflejo de la percepción que su autor tenía de Alándalus: como esa ciudad, en
esa época, era musulmana, pues estaría en el desierto”.
Es el momento de lanzar al aire algunas ideas.
Aceptando que la ciudad poseía cierta entidad mucho antes de la invasión de los
unitarios, es de suponer que la mayoría se debieron de edificar en época tardocalifal,
taifa o almorávide. Arte este último, por cierto, todavía vinculado a las
formas andalusíes de décadas atrás, aun con alguna aportación aislada –el
mocárabe– que tendrá relevancia en el futuro. El corte radical con la tradición
arquitectónica anterior llegará con los almohades, un momento en el que unas
cuantas mezquitas de Sharis ya llevaban tiempo en pie.
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Mezquita de Almonaster la Real. |
A tenor de lo expuesto, todo apunta a que el soporte
más habitual en las primeras mezquitas de Sharis no fue el pilar de ladrillo
que se institucionalizó en época almohade, sino más bien la columna, común en
los primeros siglos de Al-Ándalus. Añadiremos más: columnas y capiteles de
acarreo bastante heterogéneos entre sí podían ser el recurso habitual, como lo
fueron en las dos primeras fases de la sala de oración de la aljama cordobesa –Abderramán
I y Abderramán II, respectivamente–, en la mezquita hispalense de Ibd Adabbas –primitiva
aljama hoy desaparecida, situada donde hoy se alza la Colegiata de El Salvador–
o en la de Almonaster la Real (Huelva). Esta última ha sido considerada por
Alfonso Jiménez como buen representante de “las características genéricas de
los oratorios de las poblaciones del segundo escalón administrativo, nivel que
acreditan sus cinco naves”; mismo número que la aljama de Jerez, por cierto.
También podemos citar el caso de la Ermita de la
Virgen de Gracia en Archidona, aunque mucho más cerca nos queda la mezquita
califal de Al-Qanatir, que ya con el Rey Sabio serviría de base al Castillo de
San Marcos en El Puerto de Santa María. Los fustes de columnas y capiteles que
fueron reutilizados en El Divino Salvador de Vejer de la Frontera nos hablan
igualmente de la columna como soporte predilecto. No son menos elocuentes los
dos fustes que hoy se encuentran incrustados en la fachada occidental de la
parroquia de San Lucas de Jerez o las que se han localizado en la Casa del
Abad, aunque también sea cierto que nada demuestra que unas y otras procedan de
sus respectivas mezquitas.
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Vejer de la Frontera, El Divino Salvador. Material de acarreo. |
Hay que plantearse si, como ocurre en Al-Qanatir,
algunas o muchas de esas piezas eran material de acarreo tomados de obras del
periodo romano y visigodo. Jesús Caballero ha dado buena cuenta de las
numerosas columnas antiguas que todavía pueden distinguirse en diferentes
puntos del casco urbano. ¿Es posible que los habitantes de Sharis las
utilizasen en sus mezquitas, y que cuando los cristianos hacen desaparecer
estas los materiales pasasen a ocupar un nuevo destino? Proponemos una
respuesta afirmativa, siempre y cuando no creamos que todas las mezquitas de
Jerez estaban llenas de columnas romanas. Quizá esa reutilización tuvo lugar,
sobre todo, en las mezquitas más antiguas, cuando había más material
disponible. Y también cuando había mayor interés por subrayar los vínculos con
el pasado.
En este sentido, importantes historiadores han
subrayado que las referencias que la arquitectura de época emiral y califal
apuntan hacia el mundo clásico van más allá de la supervivencia inercial de
determinados modelos, o de la herencia que el islam recibe de ese fascinante
mundo que fue la antigüedad tardía. En algunos casos, y la aljama de Córdoba es
el más notorio de ellos, se percibe una voluntad expresa de reafirmar el poder
mediante la alusión a modelos de prestigio de los que la autoridad vigente, de
una manera u otra, se considera heredera. No es casual que en las mismas fechas
que Abderramán II realiza la primera ampliación de la aljama de Córdoba, el
mismísimo Carlomagno, que es no solo Emperador, sino Emperador Romano, levante
en su capital Aquisgrán una espléndida capilla palatina (796-805) de estructura
que alude al mundo bizantino de Rávena, dovelas que se alternan en su bicromía
y ricos mosaicos de fondo dorado como los que más tarde Al-Hakem II recibirá
desde Constantinopla para su nuevo mihrab. Ambos mundos, el carolingio y el
cordobés, se están mirando en el espejo de la civilización más desarrollada y
poderosa que hasta entonces había existido: la romana. No es muy distinto de lo
Ramiro I de Asturias (842-850) hace, con medios mucho más modestos, en el
conjunto palatino del Naranco que se asoma a Oviedo: Roma y Bizancio no solo
son referentes de prestigio, sino también una manera de explicitar una herencia
de la Hispania visigoda que haría legítimo el poder del monarca.
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Aquisgrán. Capilla palatina. |
Recordemos igualmente que la tipología del arco de
herradura es herencia del mundo hispano de tiempos de la dominación visigoda,
al igual que la mayoría de los elementos formales de los primeros siglos del
arte del islam proceden de las tradiciones propias de los territorios en los
que esta civilización se va extendiendo, que no son otros que los del
desaparecido Imperio Romano de Occidente y los del por entones aún vigente,
bajo el nombre de Bizantino, Imperio Romano de Oriente. Lo tardoantiguo –conviene
puntualizar: la antigüedad tardía cristiana en las diferentes modalidades de
esta religión– va a ser fundamental en la cristalización de la civilización
islámica.
Aprovechamos para apuntar como ese gran especialista
en música y liturgia anteriores a la reforma mal llamada gregoriana que es
Marcel Pérès nos aseguraba en una entrevista que todas sus investigaciones
apuntan a que cuando los musulmanes llegaron a la Península no ornamentaban
melismáticamente su música. Empezaron a hacerlo a partir del contacto con la
liturgia del conocido como “rito mozárabe”, que no es sino el hispano de época
visigoda: ese subir y bajar de la línea melódica sobre una misma sílaba que enseguida
asociamos con nuestro pasado andalusí sería, en realidad, una herencia lo que
se cantaba en las iglesias hispanas. Recomendamos vivamente al interesado
escuchar el último disco de Pérès al frente de su Ensemble Organum, In Memoria
Eterna (Harmonia Mundi, 2021) y leer sus notas. Podrá comprobar cómo el canto
samaa de Marruecos como la música “mozárabe” del siglo XV –la trascrita a la
notación gregoriana gracias a la iniciativa del Cardenal Cisneros– beben de una
fuente común.
Todo esto, tomado en su globalidad, señala en una
misma dirección. Tanto si se admite la controvertida teoría de que la
civilización andalusí es una evolución de la Hispania previa al 711 a partir de
estímulos procedentes del otro lado del Estrecho, como si se asume que se trata
más bien de un fenómeno que parte de la imposición de una política, de unos
modos de vida y de unos esquemas culturales llegados de Oriente, parece claro
que la cultura de los primeros siglos del islam posee una enorme deuda con las
experiencias previas. Y lo hace hasta el punto de que a veces resulta difícil
distinguir donde termina lo tardoantiguo y donde comienza lo islámico. También
en Jerez. Igual que resulta un grave error imaginar un Sharis parecido a los
que nos trasmiten las pinturas románticas sobre las ciudades norteafricanas en
el siglo XIX, es equivocado imaginar sus mezquitas con formas que asociamos
habitualmente a lo magrebí.
En lo que a los arcos se refiere –cerramos ya estas digresiones y volvemos a lo nuestro–, enseguida nos viene a la mente la imagen de arquerías con dovelas que alternaban colores a la manera de la aljama cordobesa. No vamos a negar tal posibilidad, pero hay muchas más variables. Recordemos lo que escribía Leopoldo Torres Balbás sobre el oratorio del Castillo de San Marcos. “Los arcos, no enjarjados, tienen diferentes formas: los hay semicirculares y con bastante peralte; otros son ligeramente apuntados y los transversales de la nave mayor dibujan una herradura muy poco acusada”. El sabio madrileño se refería, por descontado, a las arquerías de la obra realizada por el maestro Alí para Alfonso X a partir de la mezquita preexistente, pero tampoco queda muy claro cómo eran los originales.
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Restos de mezquita en el Castillo de San Marcos, El Puerto de Santa María. |
Sobre la distribución de las arquerías en la sala de
oración caben dos posibilidades: naves paralelas a la quibla a la manera de la
gran aljama de Damasco o naves perpendiculares a la quibla como la mezquita
Al-Aqsa de Jerusalén. Por no salirnos de los ejemplos cercanos de época
prealmohade antes citados, Ibd Adabbas en Sevilla, la gran aljama de Córdoba,
la mezquita de Medina Azahara y la de Al-Qanatir (El Puerto) se articulaban con
arcadas perpendiculares al muro del fondo, siguiendo un esquema semejante al de
las iglesias cristianas. Es probable que ocurriera lo mismo en las mezquitas de
Sharish, aunque lo cierto es que la única conservada en su integridad, el
pequeño oratorio del alcázar, nada tiene que ver con este esquema, porque
consiste en un amplio espacio de planta cuadrada sin compartimentar cubierto
con bóveda esquifada. Y aunque un oratorio privado pensado para la guarnición
residente en el recinto militar no puede tomarse como referente para los
espacios de rezo ciudadanos, tampoco podemos descartar que hubiese en Jerez
otros ejemplos que respondiesen a la misma tipología, que no es otra que la de esa
forma qubba que alcanzará cierta relevancia en la ciudad como espacio
funerario estéticamente mudéjar de la nobleza medieval.
Sobre los patios tampoco podemos decir mucho. En el artículo
de Trocadero ya intentamos analizar las dos crujías que han aparecido en lo que
fue la aljama. El del oratorio del alcázar, muy intervenido en el siglo pasado,
sorprende por su forma tradicional adosada a una estructura menos convencional:
la crujía más larga se estructura de manera tripartita como si diera paso a una
sala de oración de tres naves, pero en realidad accede a un espacio unitario y
centralizado.
No todos los patios tenían que estar más o menos
proporcionados con la sala de oración. Las circunstancias de la orografía
pudieron ser determinantes, como en el caso de Almonaster la Real, que presenta
un diminuto sahn situado en un lateral del lado norte. En cualquier caso, y aceptando
que las parroquias medievales se situaron donde previamente se alzaban
mezquitas, la superficie de las iglesias parece indicarnos que los patios no
debieron de tener mucha profundidad.
El alminar es un elemento icónico de la arquitectura
musulmana, pero su existencia no es imprescindible cuando de mezquitas menores
y de barrio se trata. Hemos conservado la mitad inferior de la del oratorio del
alcázar, que sí estaba obligado a tener torre por su condición de aljama para
los habitantes del recinto. El recrecimiento realizado en intervenciones del
pasado siglo apostó decididamente hacia el mundo almohade, al que sin duda mira
la ventana original conservada, pero lo que aquí nos interesa es otra
circunstancia: siendo la mayor parte del alminar de ladrillo, su base es
pétrea. Susana Calvo nos recuerda la importancia de los alminares en el mundo
de los unitarios –mucho más que en el almorávide– y señala las concomitancias
de las bóvedas de esta torre jerezana con la de San Pedro de Sanlúcar la Mayor,
datada entre los siglos XII y XIII.
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Van den Wyngaerde, 1567. San Lucas (delante) y San Mateo (detrás). |
No sabemos cómo fueron los alminares de aquellas
mezquitas de barrio jerezanas que tuvieran uno. Se ha dicho que fueron
automáticamente convertidos en torres parroquiales, pero lo cierto es que el
testimonio gráfico de Anton van den Wyngaerde de 1567 solo nos deja constancia
de la existencia de dos, aparte de la de la Colegial: la poligonal de San
Mateo, que desapareció en el siglo XVIII, y una muy robusta en San Lucas de la
que nada sabemos. En Sevilla está el caso emblemático de la Giralda, pero no hay
ni un solo testimonio de alminar de mezquita de barrio convertido en campanario
cristiano: si hasta hace poco se pensaba que la base de la torre de Santa
Catalina era de tiempos andalusíes, los recientes análisis arqueológicos
demuestran que toda ella es mudéjar, como lo son esas otras torres –Santa
Marina, Omnium Sanctorum, Santa Lucía– que quieren rememorar a la Giralda. En
Córdoba se conservan alminares en las parroquias de Santiago y San Lorenzo, más
el que perteneció a la Orden de San Juan de Jerusalén.
En definitiva: parece probable que en Sharis hubiera
otros alminares aparte del de la aljama, toda vez que en una ciudad tan extensa
la llamada del almuédano desde la zona de la actual catedral difícilmente
podría ser percibida, pero de ahí a pensar en un entramado urbano lleno de
torres, y en parroquias cristianas todas y cada una de ellas con su alminar
reconvertido, hay una distancia considerable.
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San Lucas. Sillar con ataurique en su antigua ubicación taponando una ventana medieval de la capilla mayor. |
Los motivos ornamentales son un misterio, aunque
aquí sí hemos conservado piezas que arrojan algunas pistas. Una de ellas
procede de la iglesia de San Lucas, donde se encontraba tapiando –probablemente
desde la reforma dieciochesca– uno de los vanos de la primitiva capilla mayor
medieval. Solo era visible desde el interior de la escalera que desde la
cabecera de la nave del Evangelio accede a las cubiertas, pero actualmente se
conserva en la Exposición Permanente de la Santa Iglesia Catedral. Consiste en
un bloque de piedra en el que se conserva la talla de un fragmento de ataurique
–decoración vegetal estilizada– que la primera persona que analizó la pieza, un
todavía joven Diego Angulo Iñiguez, consideró mudéjar y vinculó con San
Dionisio. Hoy nos parece islámico y procedente de la mezquita que aquí debió de
existir. De él hablamos en el catálogo de la exposición Limes Fidei. El
tratamiento en dos diferentes planos de profundidad de una serie de motivos
curvilíneos que van variando su anchura apuntan hacia la época almohade: el
alejamiento de las formas aún vinculadas al pasado tardoantiguo en busca de la
estilización parece evidente. ¿Era la mezquita aquí situada de época de los
unitarios, o esta pieza procede de una remodelación? Sea como fuere, lo
relevante es su carácter de testimonio del uso de material pétreo. El oratorio
del alcázar y los restos del patio de la aljama no nos permiten dudar que el
ladrillo se usó con profusión, pero parece que la piedra fue también parte
integrante de la arquitectura, y no solo para las partes de la estructura que
necesitaban una mayor robustez, sino también para tallar –como es el caso– esquemas
decorativos. La tradición se prolongará en la época del mudejarismo
arquitectónico jerezano.
Muchas más dudas plantea una pieza que parece
proceder de San Dionisio y se expone en la última planta del Museo Arqueológico
Municipal. Se trata de un fragmento de yesería con ataurique –decoración
vegetal estilizada, propia del arte islámico– y epigrafía, con algunos restos
de color rojo y azul. Se ha especulado con que debió de formar parte del marco
de una puerta. En su completo estudio Inscripciones árabes de Jerez de la
Frontera, Miguel Ángel Borrego Soto situó su realización en el momento
inmediatamente anterior a la llegada de los cristianos, bien en los tiempos de
Ibn Abi Jalid –el que los cristianos conocieron como Aben
Abit–, bien en los escasos años en los
que Sharis estuvo integrado en el reino de Granada, entre 1264 y 1267. Sin
embargo, un análisis particularmente minucioso de su caligrafía le permitió al
mismo investigador hace tan solo unos meses clasificarlo como mudéjar y datarlo
entre mediados del XIV y principios del XV (descargar análisis aquí). Nos deja
así sin lo que hubiera sido el único testimonio del uso en las mezquitas
jerezanas del yeso, un material barato y fácil de trabajar que, en cualquier
caso, debió de ser ampliamente usado en el último siglo de Sharis tanto en los
nuevos edificios que pudieran levantarse como en el arreglo de los que estaban
erigidos con anterioridad.
También parece que debemos descartar como islámico
el bloque de piedra que, procedente asimismo de San Dionisio, se conserva hoy
en el Museo Arqueológico Municipal. Basilio Pavón lo puso en relación directa
con las metopas del alero de San Dionisio. Efectivamente, es muy similar a uno
de los dos modelos de los espacios entre canecillos de la iglesia dedicada al
Santo Patrón de la ciudad. La altura a la que se encuentran situadas las
metopas de San Dionisio nos impidió en su momento realizar mediciones, pero el
arquitecto Miguel Ángel López Barba nos ha hecho un favor de tomarlas en su aún
reciente intervención: mismas dimensiones que la pieza del museo. Mudéjar, por
tanto.
Nos toca repasar las otras parroquias para ver si
hay algún presunto resto de mezquita a tener en cuenta. En San Mateo, edificio
de complejísima lectura, José María Guerrero Vega ha interpretado el grosor de
los muros de la zona donde se alza la Capilla Villacreces –lado derecho– como
posible indicio de la reutilización parcial del muro de la quibla. En San Marcos
no se conserva un solo resto susceptible de ser interpretado como testimonio de
la mezquita. Sí volvemos a San Lucas, además del fragmento de ataurique tallado
en piedra del que dijimos algo con anterioridad, nos atrevemos a sugerir que
las dos columnas hoy colocadas a ambos lados de la portada principal pudieron
haber formado parte del sistema de soportes.
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Jerez, San Lucas. Portada occidental. A los lados, columnas de acarreo. |
Y llegamos a San Juan de los Caballeros. Ahí tenemos un par de lienzos murales de ladrillo en los que tenemos que reparar. El primero de ellos es viejo conocido, porque desde Angulo toda la historiografía ha advertido de su presencia pese a que solo puede ser visto accediendo a las cubiertas de las capillas del flanco meridional. Se encuentra justo encima de la capilla Zarzana –en la que hoy recibe culto la Dolorosa de la Hermandad de la Vera+Cruz–, integrada en la obra tardogótica del sector central del templo y amputado por el techo de la capilla. Su singularidad reside en que presenta un arco lobulado enmarcado por alfiz, apuntando de manera clara hacia la arquitectura almohade: las similitudes con la ventana del alminar del oratorio del alcázar son evidentes. El del lado izquierdo ha aparecido gracias a las encomiables obras emprendidas por la Hermandad de la Vera+Cruz, en cuyas estancias hoy se encuentra. No es gemelo al anterior, pero sí que sigue un esquema parecido. El hecho de que la parte inferior del muro sea de cantería resulta altamente llamativo.
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San Juan de los Caballeros. Lienzo mural en las dependencias de la Hermandad de la Vera+Cruz (lado norte del templo). |
Los
investigadores hemos barajado dos posibilidades: bien nos encontramos ante restos de
la mezquita previa, o bien corresponden a una arquitectura mudéjar distinta a
la que estamos acostumbrados a ver en Jerez. En la actualidad, el conjunto de
San Juan se encuentra siendo estudiado por el arquitecto
Manuel Barroso Becerra, quien aun partiendo de la hipótesis de que estos
lienzos murales corresponden al oratorio musulmán, ha verificado –ha tenido la gentileza de comunicárnoslo
verbalmente– que sigue siendo necesaria una intervención arqueológica
para confirmar o desmentir el aserto.
Sea como fuere, lo cierto es que se aprecia una
considerable distancia entre los arcos lobulados con alfiz de los citados muros
de San Juan de los Caballeros o el de la torre del oratorio del alcázar, con
respecto al refinado ataurique pétreo encontrada en San Lucas. La variedad ornamental
debió de ser considerable. Ahora bien, la hipótesis de Basilio Pavón de que en
la ciudad hubo una arquitectura almohade particularmente efectista en su
ornamentación, y que esta fue la que influyó siglos más tarde en un mudéjar
particularmente imaginativo, resulta indemostrable. Sobre
el muro del lado norte algo más dijimos en el artículo para Trocadero.
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San Juan de los Caballeros. Lienzo mural en el exterior del flanco sur. |
Un último aspecto sobre el que nos detenernos es el
de la orientación geográfica de los edificios. Bien sabido es que la gran
mayoría de las mezquitas andalusíes no se encuentran correctamente orientadas
hacia La Meca, sino más hacia el
sur. Y no se trata de un error transmitido inercialmente de manera secular,
porque cuando los andalusíes quisieron –caso de la mezquita de Medina Azahara, o de ciertos oratorios palatinos–
no encontraron particulares problemas para orientar el correspondiente muro de
la quibla con suficiente corrección. Todas estas circunstancias las expuso
Alfonso Jiménez Martín en su trabajo acerca de esta problemática, y más tarde
fueron sesudamente analizadas con enorme amplitud por Mónica Rius.
Nos gustaría esbozar algunas vías de investigación
en torno a lo que pudo pasar con las mezquitas jerezanas, aceptando la
tradición de que las parroquias instituidas tras la conquista castellana por el
Rey Sabio se sirvieron de mezquitas cristianizadas, y por ende de que el muro
del lado de la Epístola –lado derecho– de las iglesias se corresponde en su
orientación con la quibla. Mientras aguardamos –con no poca impaciencia– las
mediciones y análisis que con enorme rigor está realizando Manuel Barroso, por
nuestra parte hemos sido capaces de distinguir dos grupos bien diferenciados.
Por un lado, estarían las mezquitas sobre las que se levantaron San Mateo, San
Lucas y San Juan de los Caballeros, cuyas quiblas tendrían exactamente la misma
orientación: unos 132 grados. Es decir, más o menos en la media de las
mezquitas andalusíes en general. Por otro estarían las de San Dionisio y San
Marcos, que apuntarían bastante más hacia el sur: aproximadamente 163 grados,
muy cerca de los 161 que Alfonso Jiménez ha medido para el único mihrab que
conservamos en Jerez: Santa María del Alcázar. Según Borrego Soto, Gutiérrez
López y López Barba (leer
aquí), la aljama situada junto a la actual Catedral tenía una orientación
de 135 grados, casi idéntica a la de las tres iglesias citadas en primer lugar.
Aunque estos valores no nos permiten apuntar hacia
una cronología aproximada, porque las variaciones en la orientación de las
mezquitas andalusíes son constantes, la distribución en esos dos grupos sí que parece
confirmar la identidad propia del núcleo urbano en torno a la Plaza Plateros,
bien porque Sharis fuera creciendo desde núcleos diferentes, bien porque el
epicentro de la ciudad se fuese desplazando con el paso de los siglos y el
sucederse de distintas fases de Al-Ándalus. Es uno de los asuntos más
interesantes de los muchos que aún quedan por resolverse en torno al Jerez
andalusí.
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