miércoles, 22 de octubre de 2025

En torno a las mezquitas "de barrio" de Jerez de la Frontera

Agradecimiento a Paco Jordi Páez, que es quien me ha animado a rescatar estas reflexiones que tenía guardadas en un cajón.

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Quede la persona que lee advertida desde el primer momento: el texto que viene a continuación no es un artículo para publicar en una revista científica, ni en él va a encontrar novedad alguna con respecto a lo ya sabido sobre el tema en cuestión: cómo eran las mezquitas “de barrio” de Jerez de la Frontera en época islámica. De ellas nos han llegado testimonios tan escasos y fragmentarios que resultan de todo punto insuficientes para extraer ideas generales sobre lo que fueron aquellos edificios. Lo que sí podemos hacer es realizar una serie de reflexiones que, teniendo en cuenta los referentes andalusíes con los que contamos y procurando diluir algunos tópicos que probablemente rondan en nuestra imaginación, nos lleven a esbozar algunas ideas que nos aproximen a una realidad que nunca conoceremos bien. La investigación sobre historia del arte no puede limitarse a esperar descubrimientos arqueológicos o hallazgos documentales: en el caso del arte hispanomusulmán, eso es casi quedarnos con los brazos cruzados, porque documentación hay escasísima, y las excavaciones se emprenden cuando hay medios y oportunidad para ello. A veces enfrentarnos a ideas preconcebidas, hacer preguntas y despertar inquietudes puede ser una manera de abrir puertas. Pero insistimos: quien espere grandes novedades o hallazgos espectaculares, aquí no encontrará lo que desea.

Cuántas (eran), dónde (se encontraban), cuándo (se levantaron) y cómo (eran sus formas). Esas son las preguntas que hemos de realizarnos sobre las referidas mezquitas. Con respecto a la cantidad, el asunto es fácil: el Libro del Repartimiento mediante el cual los cristianos distribuyeron los inmuebles de la ciudad entre los nuevos pobladores –manejamos la edición realizada por González Jiménez y González Gómez en 1980– da constancia de un total de dieciocho: una en la collación de San Mateo, ninguna en la de San Marcos, cuatro en la de San Lucas, dos en la de San Juan, cuatro en la de San Dionisio, ninguna en la judería y nada menos que siete en la de San Salvador, más extensa que las demás al extenderse hasta la Puerta de Rota, cerca de la actual Picadueña. Esta cifra no implica que no hubiera otros espacios dedicados a la oración de tamaño muy reducido: las que recoge el citado libro son aquellas que tenían entidad suficiente como para ser digas de reseñar a la hora del reparto. Tampoco eso quiere decir que aquellas de las que se dejó constancia alcanzaran importantes dimensiones: en un artículo para la revista Trocadero (descarga aquí) ya expuse las dimensiones moderadas de la mezquita que funcionaba como aljama cuando llegaron los castellanos, quienes la transformaron inmediatamente en Colegial. Las más relevantes desde el punto de vista edilicio –entendemos que no incluidas en el reparto– terminarían convirtiéndose en iglesias, y el resto conocería destinos de lo más variado.

Imagen de Manuel González Jiménez y Antonio González Gómez,
de su edición del Libro del Repartimiento de Jerez de la Frontera (1980)

El dónde ya lo hemos respondido a medias. Muchas en la mitad sur de la ciudad y en el centro geográfico, bastante menos en el resto. La información por collaciones que antes recogimos nos hace plantearnos algunas preguntas sobre el origen y el desarrollo de Sharis. ¿Hubo un solo núcleo a partir del cual se fue extendiendo la urbe, o por el contrario fueron varios? ¿Es casualidad que coincida la mayor abundancia de mezquitas en las collaciones de San Salvador y San Dionisio con esos dos núcleos de los que hablaba la hipótesis del padre Repetto, el primero como primitivo centro de la ciudad y el segundo como arrabal que luego adquiriese entidad propia? Relaciónese esto con la cerámica verde y manganeso que fue propia de los siglos X y XI: la Plaza de Belén coincide con la collación de San Salvador –no con la de San Lucas, que era minúscula–; y la zona de El Carmen –los testimonios cerámicos se encontraron en la Calle Castellanos– lo hace con la de San Dionisio. Las dos, por cierto, extendiéndose por la elevación de terreno que se sitúa al oeste de la zona llana recorrida por un curso de agua que hoy conocemos como “el arroyo”. La mezquita aljama cuyo patio ha aparecido en la Casa del Abad se situaría en la elevación oriental, cerca del alcázar. Si aceptamos que esa fue siempre la mezquita mayor –teoría con la que estamos de acuerdo, sin por ello mostrar desprecio por la plausible hipótesis de que estuviera inicialmente en San Dionisio–, quedaría explicada su situación excéntrica con respeto al recinto urbano que conocieron los cristianos.

Lo que sí parece claro, y con esto respondemos al cuándo, es que no pocas de esas mezquitas serían anteriores a los almohades. Si Sharis ya era un núcleo urbano de cierta entidad –que no una urbe importantísima, como pretenden algunos– dos siglos antes de que llegaran los unitarios, es de suponer que ya habría una apreciable cantidad de edificios disponibles para el rezo a lo largo y ancho de la ciudad, sin menoscabo de que se pudieran levantar otros en las zonas englobadas por la nueva cerca. Adiós, por tanto, a esa ciudad llena de edificios de blanco inmaculado, con arcos de herradura apuntada sobre pilares de ladrillo y muy sobria decoración geométrica que algunos han imaginado pensando en la mudéjar Ermita de la Ina –junto al río Guadalete–, tal vez en la igualmente mudéjar Iglesia de Nuestra Señora del Castillo en Lebrija y, sobre todo, en la gran aljama almohade de Sevilla, de la que nos quedan como testigos dos pandas del patio y la emblemática Giralda. Recuérdese cómo el profesor Rafael Cómez llegó a proponer erróneamente que así eran las formas primitivas del oratorio del alcázar jerezano –remitimos al referido artículo de la revista Trocadero–. Pensemos mejor en una Sharis con mezquitas que se irían realizando de manera escalonada, que responderían tanto a las circunstancias particulares de la urbe como a la evolución de las formas artísticas en Al-Ándalus y que, por ende, presentarían formas arquitectónicas y ornamentales de apreciable variedad. Con ello llegamos a la última pregunta: ¿cómo eran?

Lebrija. Iglesia de Nuestra Señora del Castillo.

Aquí nos encontramos con el prejuicio que supone tener impresa en la mente una imagen tópica de lo que es una mezquita: una sala de oración (haram) de planta rectangular con techo de madera soportado por columnas o pilares, un muro de la quibla que marca la dirección del rezo, un nicho del mihrab ricamente ornamentado señalando el lugar en que se hubiera situado el Profeta, varias puertas laterales, un patio (sahn) de la misma anchura de la sala de oración comunicado con esta a través de una amplia serie de vanos, galerías perimetrales en el patio (saquifas), una fuente de abluciones, un alminar para llamar a la oración… También tenemos muy fijada la idea de que el ladrillo y la madera son los materiales fundamentales. Pero en realidad, sala de oración, quibla y un mihrab que puede ser extremadamente sencillo son los únicos elementos imprescindibles. Las formas pueden variar sustancialmente en función de dos elementos tan básicos en la arquitectura como son la tradición local y los materiales disponibles, por no hablar de las particularidades que implican los recursos económicos facilitados por los promotores, la mano de obra y los destinatarios de cada edificio. Todo ello se encuentra expuesto de manera admirable por Susana Calvo Capilla en su monumental trabajo sobre las mezquitas de Al-Ándalus publicado en 2014.

Obviamente de arte islámico hablamos, y ahí estarán más o menos presentes los elementos definitorios de esa civilización. Pero al igual que en el medioevo cristiano encontraremos formas distintas para un templo de culto católico, la tipología de la mezquita encontrará diversidad en sus formas.

La profesora Calvo nos advierte que de los elementos que se presuponen propios de una mezquita, que son los arriba enumerados, no eran todos ellos imprescindibles para configurar un espacio de rezo. Lo único esencial era la sala de oración con, eso sí, un muro de la quibla que señalase la dirección del rezo y su correspondiente mihrab. Incluso podía prescindirse de portadas más o menos monumentales a la vía pública: a algunas se accedía a través de viviendas. Algunas o muchas de las mezquitas menores de Sharis estarían reducidas a lo esencial, así que no imaginemos una ciudad con numerosos patios llenos de naranjos y cuajada de torres rompiendo la línea de horizonte.

Sobre las ideas preconcebidas que tenemos que revisar para aproximarnos a la realidad andalusí nos advierte José Ruiz Mata cuando afirma en Al Ándalus, la historia que no nos contaron que “Se asume con demasiada facilidad que Alándalus fue como es hoy cualquier país musulmán que conocemos, o creemos conocer, con sus chilabas, barbas, velo, artesanía, jaimas, zonas áridas”. Se refiere de manera indisimulada a Jerez de la Frontera cuando continúa diciendo que “hemos visitado el alcázar de una población andaluza en el que se exponen una maqueta de la ciudad de la época andalusí; mucho se asemeja a una población del desierto, con palmeras y arenales. O el clima ha cambiado mucho, que no lo creemos, o la maqueta es reflejo de la percepción que su autor tenía de Alándalus: como esa ciudad, en esa época, era musulmana, pues estaría en el desierto”.

Es el momento de lanzar al aire algunas ideas. Aceptando que la ciudad poseía cierta entidad mucho antes de la invasión de los unitarios, es de suponer que la mayoría se debieron de edificar en época tardocalifal, taifa o almorávide. Arte este último, por cierto, todavía vinculado a las formas andalusíes de décadas atrás, aun con alguna aportación aislada –el mocárabe– que tendrá relevancia en el futuro. El corte radical con la tradición arquitectónica anterior llegará con los almohades, un momento en el que unas cuantas mezquitas de Sharis ya llevaban tiempo en pie.

Mezquita de Almonaster la Real.

A tenor de lo expuesto, todo apunta a que el soporte más habitual en las primeras mezquitas de Sharis no fue el pilar de ladrillo que se institucionalizó en época almohade, sino más bien la columna, común en los primeros siglos de Al-Ándalus. Añadiremos más: columnas y capiteles de acarreo bastante heterogéneos entre sí podían ser el recurso habitual, como lo fueron en las dos primeras fases de la sala de oración de la aljama cordobesa –Abderramán I y Abderramán II, respectivamente–, en la mezquita hispalense de Ibd Adabbas –primitiva aljama hoy desaparecida, situada donde hoy se alza la Colegiata de El Salvador– o en la de Almonaster la Real (Huelva). Esta última ha sido considerada por Alfonso Jiménez como buen representante de “las características genéricas de los oratorios de las poblaciones del segundo escalón administrativo, nivel que acreditan sus cinco naves”; mismo número que la aljama de Jerez, por cierto.

También podemos citar el caso de la Ermita de la Virgen de Gracia en Archidona, aunque mucho más cerca nos queda la mezquita califal de Al-Qanatir, que ya con el Rey Sabio serviría de base al Castillo de San Marcos en El Puerto de Santa María. Los fustes de columnas y capiteles que fueron reutilizados en El Divino Salvador de Vejer de la Frontera nos hablan igualmente de la columna como soporte predilecto. No son menos elocuentes los dos fustes que hoy se encuentran incrustados en la fachada occidental de la parroquia de San Lucas de Jerez o las que se han localizado en la Casa del Abad, aunque también sea cierto que nada demuestra que unas y otras procedan de sus respectivas mezquitas.

Vejer de la Frontera, El Divino Salvador. Material de acarreo.

Hay que plantearse si, como ocurre en Al-Qanatir, algunas o muchas de esas piezas eran material de acarreo tomados de obras del periodo romano y visigodo. Jesús Caballero ha dado buena cuenta de las numerosas columnas antiguas que todavía pueden distinguirse en diferentes puntos del casco urbano. ¿Es posible que los habitantes de Sharis las utilizasen en sus mezquitas, y que cuando los cristianos hacen desaparecer estas los materiales pasasen a ocupar un nuevo destino? Proponemos una respuesta afirmativa, siempre y cuando no creamos que todas las mezquitas de Jerez estaban llenas de columnas romanas. Quizá esa reutilización tuvo lugar, sobre todo, en las mezquitas más antiguas, cuando había más material disponible. Y también cuando había mayor interés por subrayar los vínculos con el pasado.

En este sentido, importantes historiadores han subrayado que las referencias que la arquitectura de época emiral y califal apuntan hacia el mundo clásico van más allá de la supervivencia inercial de determinados modelos, o de la herencia que el islam recibe de ese fascinante mundo que fue la antigüedad tardía. En algunos casos, y la aljama de Córdoba es el más notorio de ellos, se percibe una voluntad expresa de reafirmar el poder mediante la alusión a modelos de prestigio de los que la autoridad vigente, de una manera u otra, se considera heredera. No es casual que en las mismas fechas que Abderramán II realiza la primera ampliación de la aljama de Córdoba, el mismísimo Carlomagno, que es no solo Emperador, sino Emperador Romano, levante en su capital Aquisgrán una espléndida capilla palatina (796-805) de estructura que alude al mundo bizantino de Rávena, dovelas que se alternan en su bicromía y ricos mosaicos de fondo dorado como los que más tarde Al-Hakem II recibirá desde Constantinopla para su nuevo mihrab. Ambos mundos, el carolingio y el cordobés, se están mirando en el espejo de la civilización más desarrollada y poderosa que hasta entonces había existido: la romana. No es muy distinto de lo Ramiro I de Asturias (842-850) hace, con medios mucho más modestos, en el conjunto palatino del Naranco que se asoma a Oviedo: Roma y Bizancio no solo son referentes de prestigio, sino también una manera de explicitar una herencia de la Hispania visigoda que haría legítimo el poder del monarca.

Aquisgrán. Capilla palatina.

Recordemos igualmente que la tipología del arco de herradura es herencia del mundo hispano de tiempos de la dominación visigoda, al igual que la mayoría de los elementos formales de los primeros siglos del arte del islam proceden de las tradiciones propias de los territorios en los que esta civilización se va extendiendo, que no son otros que los del desaparecido Imperio Romano de Occidente y los del por entones aún vigente, bajo el nombre de Bizantino, Imperio Romano de Oriente. Lo tardoantiguo –conviene puntualizar: la antigüedad tardía cristiana en las diferentes modalidades de esta religión– va a ser fundamental en la cristalización de la civilización islámica.

Aprovechamos para apuntar como ese gran especialista en música y liturgia anteriores a la reforma mal llamada gregoriana que es Marcel Pérès nos aseguraba en una entrevista que todas sus investigaciones apuntan a que cuando los musulmanes llegaron a la Península no ornamentaban melismáticamente su música. Empezaron a hacerlo a partir del contacto con la liturgia del conocido como “rito mozárabe”, que no es sino el hispano de época visigoda: ese subir y bajar de la línea melódica sobre una misma sílaba que enseguida asociamos con nuestro pasado andalusí sería, en realidad, una herencia lo que se cantaba en las iglesias hispanas. Recomendamos vivamente al interesado escuchar el último disco de Pérès al frente de su Ensemble Organum, In Memoria Eterna (Harmonia Mundi, 2021) y leer sus notas. Podrá comprobar cómo el canto samaa de Marruecos como la música “mozárabe” del siglo XV –la trascrita a la notación gregoriana gracias a la iniciativa del Cardenal Cisneros– beben de una fuente común.

Todo esto, tomado en su globalidad, señala en una misma dirección. Tanto si se admite la controvertida teoría de que la civilización andalusí es una evolución de la Hispania previa al 711 a partir de estímulos procedentes del otro lado del Estrecho, como si se asume que se trata más bien de un fenómeno que parte de la imposición de una política, de unos modos de vida y de unos esquemas culturales llegados de Oriente, parece claro que la cultura de los primeros siglos del islam posee una enorme deuda con las experiencias previas. Y lo hace hasta el punto de que a veces resulta difícil distinguir donde termina lo tardoantiguo y donde comienza lo islámico. También en Jerez. Igual que resulta un grave error imaginar un Sharis parecido a los que nos trasmiten las pinturas románticas sobre las ciudades norteafricanas en el siglo XIX, es equivocado imaginar sus mezquitas con formas que asociamos habitualmente a lo magrebí.

En lo que a los arcos se refiere –cerramos ya estas digresiones y volvemos a lo nuestro–, enseguida nos viene a la mente la imagen de arquerías con dovelas que alternaban colores a la manera de la aljama cordobesa. No vamos a negar tal posibilidad, pero hay muchas más variables. Recordemos lo que escribía Leopoldo Torres Balbás sobre el oratorio del Castillo de San Marcos. “Los arcos, no enjarjados, tienen diferentes formas: los hay semicirculares y con bastante peralte; otros son ligeramente apuntados y los transversales de la nave mayor dibujan una herradura muy poco acusada”. El sabio madrileño se refería, por descontado, a las arquerías de la obra realizada por el maestro Alí para Alfonso X a partir de la mezquita preexistente, pero tampoco queda muy claro cómo eran los originales.

Restos de mezquita en el Castillo de San Marcos, El Puerto de Santa María.

Sobre la distribución de las arquerías en la sala de oración caben dos posibilidades: naves paralelas a la quibla a la manera de la gran aljama de Damasco o naves perpendiculares a la quibla como la mezquita Al-Aqsa de Jerusalén. Por no salirnos de los ejemplos cercanos de época prealmohade antes citados, Ibd Adabbas en Sevilla, la gran aljama de Córdoba, la mezquita de Medina Azahara y la de Al-Qanatir (El Puerto) se articulaban con arcadas perpendiculares al muro del fondo, siguiendo un esquema semejante al de las iglesias cristianas. Es probable que ocurriera lo mismo en las mezquitas de Sharish, aunque lo cierto es que la única conservada en su integridad, el pequeño oratorio del alcázar, nada tiene que ver con este esquema, porque consiste en un amplio espacio de planta cuadrada sin compartimentar cubierto con bóveda esquifada. Y aunque un oratorio privado pensado para la guarnición residente en el recinto militar no puede tomarse como referente para los espacios de rezo ciudadanos, tampoco podemos descartar que hubiese en Jerez otros ejemplos que respondiesen a la misma tipología, que no es otra que la de esa forma qubba que alcanzará cierta relevancia en la ciudad como espacio funerario estéticamente mudéjar de la nobleza medieval.

Sobre los patios tampoco podemos decir mucho. En el artículo de Trocadero ya intentamos analizar las dos crujías que han aparecido en lo que fue la aljama. El del oratorio del alcázar, muy intervenido en el siglo pasado, sorprende por su forma tradicional adosada a una estructura menos convencional: la crujía más larga se estructura de manera tripartita como si diera paso a una sala de oración de tres naves, pero en realidad accede a un espacio unitario y centralizado.

No todos los patios tenían que estar más o menos proporcionados con la sala de oración. Las circunstancias de la orografía pudieron ser determinantes, como en el caso de Almonaster la Real, que presenta un diminuto sahn situado en un lateral del lado norte. En cualquier caso, y aceptando que las parroquias medievales se situaron donde previamente se alzaban mezquitas, la superficie de las iglesias parece indicarnos que los patios no debieron de tener mucha profundidad.

El alminar es un elemento icónico de la arquitectura musulmana, pero su existencia no es imprescindible cuando de mezquitas menores y de barrio se trata. Hemos conservado la mitad inferior de la del oratorio del alcázar, que sí estaba obligado a tener torre por su condición de aljama para los habitantes del recinto. El recrecimiento realizado en intervenciones del pasado siglo apostó decididamente hacia el mundo almohade, al que sin duda mira la ventana original conservada, pero lo que aquí nos interesa es otra circunstancia: siendo la mayor parte del alminar de ladrillo, su base es pétrea. Susana Calvo nos recuerda la importancia de los alminares en el mundo de los unitarios –mucho más que en el almorávide– y señala las concomitancias de las bóvedas de esta torre jerezana con la de San Pedro de Sanlúcar la Mayor, datada entre los siglos XII y XIII.

Van den Wyngaerde, 1567. San Lucas (delante) y San Mateo (detrás).

No sabemos cómo fueron los alminares de aquellas mezquitas de barrio jerezanas que tuvieran uno. Se ha dicho que fueron automáticamente convertidos en torres parroquiales, pero lo cierto es que el testimonio gráfico de Anton van den Wyngaerde de 1567 solo nos deja constancia de la existencia de dos, aparte de la de la Colegial: la poligonal de San Mateo, que desapareció en el siglo XVIII, y una muy robusta en San Lucas de la que nada sabemos. En Sevilla está el caso emblemático de la Giralda, pero no hay ni un solo testimonio de alminar de mezquita de barrio convertido en campanario cristiano: si hasta hace poco se pensaba que la base de la torre de Santa Catalina era de tiempos andalusíes, los recientes análisis arqueológicos demuestran que toda ella es mudéjar, como lo son esas otras torres –Santa Marina, Omnium Sanctorum, Santa Lucía– que quieren rememorar a la Giralda. En Córdoba se conservan alminares en las parroquias de Santiago y San Lorenzo, más el que perteneció a la Orden de San Juan de Jerusalén.

En definitiva: parece probable que en Sharis hubiera otros alminares aparte del de la aljama, toda vez que en una ciudad tan extensa la llamada del almuédano desde la zona de la actual catedral difícilmente podría ser percibida, pero de ahí a pensar en un entramado urbano lleno de torres, y en parroquias cristianas todas y cada una de ellas con su alminar reconvertido, hay una distancia considerable.

San Lucas. Sillar con ataurique en su antigua ubicación
taponando una ventana medieval de la capilla mayor.

Los motivos ornamentales son un misterio, aunque aquí sí hemos conservado piezas que arrojan algunas pistas. Una de ellas procede de la iglesia de San Lucas, donde se encontraba tapiando –probablemente desde la reforma dieciochesca– uno de los vanos de la primitiva capilla mayor medieval. Solo era visible desde el interior de la escalera que desde la cabecera de la nave del Evangelio accede a las cubiertas, pero actualmente se conserva en la Exposición Permanente de la Santa Iglesia Catedral. Consiste en un bloque de piedra en el que se conserva la talla de un fragmento de ataurique –decoración vegetal estilizada– que la primera persona que analizó la pieza, un todavía joven Diego Angulo Iñiguez, consideró mudéjar y vinculó con San Dionisio. Hoy nos parece islámico y procedente de la mezquita que aquí debió de existir. De él hablamos en el catálogo de la exposición Limes Fidei. El tratamiento en dos diferentes planos de profundidad de una serie de motivos curvilíneos que van variando su anchura apuntan hacia la época almohade: el alejamiento de las formas aún vinculadas al pasado tardoantiguo en busca de la estilización parece evidente. ¿Era la mezquita aquí situada de época de los unitarios, o esta pieza procede de una remodelación? Sea como fuere, lo relevante es su carácter de testimonio del uso de material pétreo. El oratorio del alcázar y los restos del patio de la aljama no nos permiten dudar que el ladrillo se usó con profusión, pero parece que la piedra fue también parte integrante de la arquitectura, y no solo para las partes de la estructura que necesitaban una mayor robustez, sino también para tallar –como es el caso– esquemas decorativos. La tradición se prolongará en la época del mudejarismo arquitectónico jerezano.

Muchas más dudas plantea una pieza que parece proceder de San Dionisio y se expone en la última planta del Museo Arqueológico Municipal. Se trata de un fragmento de yesería con ataurique –decoración vegetal estilizada, propia del arte islámico– y epigrafía, con algunos restos de color rojo y azul. Se ha especulado con que debió de formar parte del marco de una puerta. En su completo estudio Inscripciones árabes de Jerez de la Frontera, Miguel Ángel Borrego Soto situó su realización en el momento inmediatamente anterior a la llegada de los cristianos, bien en los tiempos de Ibn Abi Jalid –el que los cristianos conocieron como Aben Abit–, bien en los escasos años en los que Sharis estuvo integrado en el reino de Granada, entre 1264 y 1267. Sin embargo, un análisis particularmente minucioso de su caligrafía le permitió al mismo investigador hace tan solo unos meses clasificarlo como mudéjar y datarlo entre mediados del XIV y principios del XV (descargar análisis aquí). Nos deja así sin lo que hubiera sido el único testimonio del uso en las mezquitas jerezanas del yeso, un material barato y fácil de trabajar que, en cualquier caso, debió de ser ampliamente usado en el último siglo de Sharis tanto en los nuevos edificios que pudieran levantarse como en el arreglo de los que estaban erigidos con anterioridad.

También parece que debemos descartar como islámico el bloque de piedra que, procedente asimismo de San Dionisio, se conserva hoy en el Museo Arqueológico Municipal. Basilio Pavón lo puso en relación directa con las metopas del alero de San Dionisio. Efectivamente, es muy similar a uno de los dos modelos de los espacios entre canecillos de la iglesia dedicada al Santo Patrón de la ciudad. La altura a la que se encuentran situadas las metopas de San Dionisio nos impidió en su momento realizar mediciones, pero el arquitecto Miguel Ángel López Barba nos ha hecho un favor de tomarlas en su aún reciente intervención: mismas dimensiones que la pieza del museo. Mudéjar, por tanto.

Nos toca repasar las otras parroquias para ver si hay algún presunto resto de mezquita a tener en cuenta. En San Mateo, edificio de complejísima lectura, José María Guerrero Vega ha interpretado el grosor de los muros de la zona donde se alza la Capilla Villacreces –lado derecho– como posible indicio de la reutilización parcial del muro de la quibla. En San Marcos no se conserva un solo resto susceptible de ser interpretado como testimonio de la mezquita. Sí volvemos a San Lucas, además del fragmento de ataurique tallado en piedra del que dijimos algo con anterioridad, nos atrevemos a sugerir que las dos columnas hoy colocadas a ambos lados de la portada principal pudieron haber formado parte del sistema de soportes.

Jerez, San Lucas. Portada occidental. A los lados, columnas de acarreo.

Y llegamos a San Juan de los Caballeros. Ahí tenemos un par de lienzos murales de ladrillo en los que tenemos que reparar. El primero de ellos es viejo conocido, porque desde Angulo toda la historiografía ha advertido de su presencia pese a que solo puede ser visto accediendo a las cubiertas de las capillas del flanco meridional. Se encuentra justo encima de la capilla Zarzana –en la que hoy recibe culto la Dolorosa de la Hermandad de la Vera+Cruz–, integrada en la obra tardogótica del sector central del templo y amputado por el techo de la capilla. Su singularidad reside en que presenta un arco lobulado enmarcado por alfiz, apuntando de manera clara hacia la arquitectura almohade: las similitudes con la ventana del alminar del oratorio del alcázar son evidentes. El del lado izquierdo ha aparecido gracias a las encomiables obras emprendidas por la Hermandad de la Vera+Cruz, en cuyas estancias hoy se encuentra. No es gemelo al anterior, pero sí que sigue un esquema parecido. El hecho de que la parte inferior del muro sea de cantería resulta altamente llamativo.

San Juan de los Caballeros.
Lienzo mural en las dependencias
de la Hermandad de la Vera+Cruz (lado norte del templo).

Los investigadores hemos barajado dos posibilidades: bien nos encontramos ante restos de la mezquita previa, o bien corresponden a una arquitectura mudéjar distinta a la que estamos acostumbrados a ver en Jerez. En la actualidad, el conjunto de San Juan se encuentra siendo estudiado por el arquitecto Manuel Barroso Becerra, quien aun partiendo de la hipótesis de que estos lienzos murales corresponden al oratorio musulmán, ha verificado –ha tenido la gentileza de comunicárnoslo verbalmente– que sigue siendo necesaria una intervención arqueológica para confirmar o desmentir el aserto.

Sea como fuere, lo cierto es que se aprecia una considerable distancia entre los arcos lobulados con alfiz de los citados muros de San Juan de los Caballeros o el de la torre del oratorio del alcázar, con respecto al refinado ataurique pétreo encontrada en San Lucas. La variedad ornamental debió de ser considerable. Ahora bien, la hipótesis de Basilio Pavón de que en la ciudad hubo una arquitectura almohade particularmente efectista en su ornamentación, y que esta fue la que influyó siglos más tarde en un mudéjar particularmente imaginativo, resulta indemostrable. Sobre el muro del lado norte algo más dijimos en el artículo para Trocadero.

San Juan de los Caballeros.
Lienzo mural en el exterior del flanco sur.

Un último aspecto sobre el que nos detenernos es el de la orientación geográfica de los edificios. Bien sabido es que la gran mayoría de las mezquitas andalusíes no se encuentran correctamente orientadas hacia La Meca, sino más hacia el sur. Y no se trata de un error transmitido inercialmente de manera secular, porque cuando los andalusíes quisieron –caso de la mezquita de Medina Azahara, o de ciertos oratorios palatinos– no encontraron particulares problemas para orientar el correspondiente muro de la quibla con suficiente corrección. Todas estas circunstancias las expuso Alfonso Jiménez Martín en su trabajo acerca de esta problemática, y más tarde fueron sesudamente analizadas con enorme amplitud por Mónica Rius.

Nos gustaría esbozar algunas vías de investigación en torno a lo que pudo pasar con las mezquitas jerezanas, aceptando la tradición de que las parroquias instituidas tras la conquista castellana por el Rey Sabio se sirvieron de mezquitas cristianizadas, y por ende de que el muro del lado de la Epístola –lado derecho– de las iglesias se corresponde en su orientación con la quibla. Mientras aguardamos –con no poca impaciencia– las mediciones y análisis que con enorme rigor está realizando Manuel Barroso, por nuestra parte hemos sido capaces de distinguir dos grupos bien diferenciados. Por un lado, estarían las mezquitas sobre las que se levantaron San Mateo, San Lucas y San Juan de los Caballeros, cuyas quiblas tendrían exactamente la misma orientación: unos 132 grados. Es decir, más o menos en la media de las mezquitas andalusíes en general. Por otro estarían las de San Dionisio y San Marcos, que apuntarían bastante más hacia el sur: aproximadamente 163 grados, muy cerca de los 161 que Alfonso Jiménez ha medido para el único mihrab que conservamos en Jerez: Santa María del Alcázar. Según Borrego Soto, Gutiérrez López y López Barba (leer aquí), la aljama situada junto a la actual Catedral tenía una orientación de 135 grados, casi idéntica a la de las tres iglesias citadas en primer lugar.

Aunque estos valores no nos permiten apuntar hacia una cronología aproximada, porque las variaciones en la orientación de las mezquitas andalusíes son constantes, la distribución en esos dos grupos sí que parece confirmar la identidad propia del núcleo urbano en torno a la Plaza Plateros, bien porque Sharis fuera creciendo desde núcleos diferentes, bien porque el epicentro de la ciudad se fuese desplazando con el paso de los siglos y el sucederse de distintas fases de Al-Ándalus. Es uno de los asuntos más interesantes de los muchos que aún quedan por resolverse en torno al Jerez andalusí.

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