Tengo a Fernando Aroca Vicenti –me consta que la opinión es compartida por la mayor parte del gremio– no ya como uno de los más admirables historiadores –a secas, no me refiero solo a la Historia del Arte– que ha tenido Jerez de la Frontera. Fernando me parece también, me ha parecido siempre –le conozco desde hace más de treinta años– como una de las personas más educadas, honestas y bondadosas que he tratado en mi vida. Lo digo sin exagerar lo más mínimo.
Por eso mismo me ha resultado doloroso tener que telefonearle hace un rato y escribir estas líneas ahora. Esta mañana he comprado su última publicación: Cenobios y clausuras en el Jerez barroco. Una mirada a la ciudad convento. Habida cuenta del tema, parece muy probable –no he logrado pasar de la primera página, tal es mi consternación– que se trate de una obra modélica y referencial. El prólogo lo escribe Manuel Romero Bejarano. En la tercera línea, haciendo un chiste –pretendidamente ingenioso pero grueso, como en él es habitual– sobre las edades, hace referencia al joven investigador Bruno Escobar y a un personaje al que llama “don Tancredo”. La mayoría de los lectores no sabrán a quién se refiere. El círculo de Romero Bejarano, sí: es el mote con que suele referirse a otro colega de la investigación cuya identidad no quiero desvelar. Baste con decir que es una persona trabajadora, honesta, agradable en el trato, que jamás ha tenido encontronazo alguno con él ni con nadie.
Aunque ya he escrito del “asunto Bejarano” en varias ocasiones, voy a ser esta vez particularmente claro. Este señor nos tiene puesto motes a todos y cada uno de los personajes de su entorno profesional. Cuando no estamos delante no nos llama por nuestro nombre, sino por un mote o con alguna suerte de expresión que haga referencia a la persona de manera denigrante. “La bicha”, “la loqui”, “la asquerosa” o “la legión de Satán” son solo un ejemplo de los calificativos que nos adjudica una y otra vez. Ojo, no me refiero a conversaciones de barra de bar. Lo hace de manera constante, hasta el hartazgo, en cualquier entorno y buscando la risa cómplice. Incluso en libros. Lean el prólogo de su reciente volumen sobre la Historia de la Semana Santa, o este mismo del trabajo de Fernando Aroca. El guiño solo será entendido por una minoría, pero de lo que se trata es de buscar complicidad y el reconocimiento que se deriva de ella. De su insistente costumbre de obtener fotos de WhatsApp o de Facebook de algunos de nosotros para hacer memes con ellas y pasárselas a otros compañeros no voy a decir nada esta vez.
Todo lo expuesto no es sino parte de una dinámica que este señor ha venido generando en los últimos años. Dinámica en la que él se ha convertido en una especie de “líder” que ha afianzado su posición a base de denigrar a todo y a todos, incluso a sus mismos “seguidores” –cuando no están delante–, usando con mucha frecuencia medias verdades y mentiras completas –me viene a la mente cuando fue pregonando que no me publicaba un libro porque yo “quería mucho dinero”, cuando en realidad no cobraba nada–. Su objetivo es generar un clima de tensión, de desconfianza mutua e incluso de rivalidad en el que solo hay un beneficiario. Divide y vencerás. Los demás le ríen las gracias, le hacen ver que sus ocurrencias les parecen muy ingeniosas, le siguen la corriente y colaboran con él.
Los seres humanos somos gregarios. Necesitamos sentirnos parte de un grupo. Recibir el reconocimiento y el apoyo de los demás. Si por sistema el líder se dedica a vapulear a quienes tiene a diestra y a siniestra y, aprovechando su posición de poder, poco a poco va dejando fuera de juego a quien le parece oportuno –el que se atreve a discrepar de él o a llevarle la contraria–, tu posición no puede ser otra que la de apretujarte más en el grupo, aun a costa de tener que reír ocurrencias que no te hacen gracia, de tragarte cosas que no te gustan o incluso de contemplar impasible cómo caen esos mismos compañeros que el día anterior parecían perfectamente integrados. No vaya a ser que tú seas el siguiente.
Todo esto tiene algo que ver con su posición en el Ayuntamiento. Él decide quién interviene en determinados actos y quién no. Probablemente el lector ya sabe –lo he explicado aquí– que a mí me ha vetado de todo cuanto organice el consistorio y esté bajo su radio de acción, contraviniendo así el principal mandato que tiene cualquier funcionario: te guste o no te guste, e independientemente de tus simpatías o tus circunstancias personales, hacer aquello para lo que se te ha contratado. En este caso –entre otras labores–, contar con las personas que por trayectoria en la investigación son las apropiadas para tal actividad científica o divulgativa. Lo que no se puede es arrinconar a algunos de quienes se merecen que cuentes con ellos, y por ende dejar a los ciudadanos (¡que son los que costean tu sueldo!) sin conocer las aportaciones de esas personas que a lo mejor pueden interesar los asistentes, mientras que cuentas en exclusiva –y le entregas el cheque: no olvidemos que hay dinero de por medio– a aquel selecto círculo que no se ha atrevido a poner en duda tus pareceres, tus decisiones y tu liderazgo grupal. Porque hacer eso alguien podría interpretarlo como algo parecido a la prevaricación (“Delito consistente en que una autoridad, un juez o un funcionario dicte a sabiendas una resolución injusta”, según la RAE).
En lo que a su trabajo como investigador se refiere, las pautas de Romero Bejarano tampoco son modélicas. No voy a discutir la valía muy considerable de la ingente documentación que ha ido extrayendo de los archivos. Tampoco su conocimiento exhaustivo del dato concreto: erudición se llama a esto, más que sabiduría. Pero en lo que se refiere a interpretación, a relación de ideas, a formulación de hipótesis sugerentes y –sobre todo– a capacidad de síntesis, anda bastante corto. Su Breve historia de Jerez, en este sentido, resulta significativa: una aburridísima relación de datos –positivismo en el mal sentido del término– sin el menor hilo conductor, es decir, sin una auténtica labor de historiador. Por no hablar de su Iglesias y conventos de Jerez, lamentable intento de llegar a un punto intermedio entre una guía descriptiva al uso –esa ya estaba hecha, de manera modélica, por Pablo Pomar y Miguel Mariscal– y una visión altamente subjetiva, sazonando el texto con bromas de trazo grueso, expresiones soeces e insultos de lugar. En este y otros trabajos suyos, con frecuencia escritos en el tono de una columna de la edición dominical de un periódico, es frecuente la mofa de los errores de otros investigadores. No hablo de la imprescindible corrección científica de aquello que se considera equivocado, sino de la ridiculización, del escarnio puro y duro. Hipólito Sancho de Sopranis, quizá el más grande de los historiadores que ha conocido nuestra tierra, ha sido una de las principales víctimas de sus burlas, mas no la única. Colegas del presente también las han vivido. Hasta presuntos amigos suyos, que no han tenido más remedio que sonreír y recurrir al socorrido “ya sabemos cómo es” para disimular su impotencia ante la situación. En varias ocasiones, me consta, ha estado al borde de la denuncia.
El daño generado por toda esta dinámica es muy considerable. Lo es a nivel personal, por razones obvias. Lo es también a nivel profesional. Perdiéndose amistades, se pierden colaboraciones. Hay proyectos de libros y de artículos conjuntos que se han roto irremisiblemente (qué bien, menos competencia para él). Hay investigadores que ya no comparten pareceres y experiencias. Cada uno a lo suyo. Y a procurar no moverse, no vaya a ser que no salgas en la foto. Nadie va a mover un dedo por nadie. “Yo no tengo culpa”, me dijo una vez un colega muy apreciado, “de que tengas problemas con él”. ¡Como si no fuera un problema de todos! Se imponen el aislamiento y la desconfianza. No hace falta insistir en lo mucho que pierde la investigación con semejante panorama.
Solo hay una manera de que las cosas se vayan enderezando: un NO rotundo de todos y cada uno de los historiadores de Jerez a semejantes actitudes. No a los motes, no a los insultos, no a los memes, no a las exclusiones y, desde luego, no a las burlas en textos científicos. Por eso me ha consternado descubrir que la cosa va a peor. Que un investigador tan ejemplar como Fernando Aroca haya accedido no ya a que Bejarano le prologue su libro, lo que a mi entender supone respaldar de manera inmerecida su trayectoria como investigador, sino a que incluya uno de estos motes en primerísima línea, no es sino dar la aquiescencia a una dinámica extremadamente dañina que se prolonga ya desde largos años.
Me hablaba Fernando esta mañana de libertad de expresión. Creo que lo hace de manera desacertada: una cosa es la sátira –sanísima en toda sociedad democrática cuando es inteligente y necesaria– y otra la dinámica del insulto –constante, reiterativo– a colegas que lo harán mejor o peor, se llevarán bien con nosotros o no se llevarán, pero que merecen un mínimo de respeto humano y profesional. También me hablaba de que él no firma el prólogo. De acuerdo, pero autor y editor tienen todo el derecho del mundo a pedir una modificación de un texto que puede ser ofensivo. Si se ha publicado así, es porque a Fernando le ha parecido correcto –los editores, Amigos del Archivo, muy probablemente no saben nada–. Y eso es justamente lo grave: que le parezca correcto. Porque no lo es en absoluto.
Las malas prácticas se están extendiendo en Jerez como un tumor que poco a poco va destruyendo todas las células. Ya ha llegado ni más ni menos que al corazón de quienes nos dedicamos a esto de la Historia del Arte, el tantas veces admirable Fernando Aroca. Probablemente no haya marcha atrás y lo único que yo consiga con estas líneas sean disgustos. Pero, al menos, he hecho lo que tenía que hacer.
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